Crisis Finisecular

Crisis Finisecular en España en España

Crisis Finisecular en España y su Historia

Nota: Puede interesar la investigación sobre los sectores industriales clave españoles y su historia y un análisis sobre el regeneracionismo. Véase también la informacion relativa a la evolución de la industrialización en España. Véase también la información acerca del «desarrollismo».

Nombre con el que se conoce a la crisis económica, política y, en cierta medida, psicológica, en que se vio sumida España a finales del s. XIX, enlazada con la crisis provocada por el Desastre del 98. Véase un análisis sobre el regeneracionismo y otras consecuencias de esa guerra.

Historia
La crisis recayó fundamentalmente y en primer lugar en el sector agrario, aunque posteriormente se extendió a la mayor parte de las actividades económicas. Encuadrada dentro de la dinámica de desarrollo del sistema económico capitalista, es considerada una consecuencia directa del proceso de integración del mercado capitalista mundial.

El origen de esta situación se encuentra en la evolución de países ubicados en espacios geográficos alejados del ámbito de Europa occidental (fundamentalmente Rusia, Mediterráneo oriental, EE.UU., Canadá, Argentina, Sudáfrica, India y Australia), cuya economía había progresado rápidamente gracias a las grandes posibilidades que presentaban para el desarrollo del sector agrario: amplias y fértiles extensiones de tierras de cultivo (posibilidad de implantar explotaciones extensivas), régimen de propiedad de la tierra menos complejo que el europeo (no existían problemas como el latifundismo o el minifundismo que hacían difícil una renovación de las actividades agrarias), fácil adaptación de tecnología moderna (segadoras y trilladoras) y de nuevos cultivos y mano de obra barata.

A todas estas ventajas se sumó la modernización de los transportes —más rápidos (ferrocarril y barco de vapor) y baratos— llevada a cabo a lo largo del s. XIX, circunstancia que, a partir del último cuarto de siglo, permitió a las nuevas áreas productoras inundar los mercados europeos con productos agrarios a bajos precios, ante los que el sector agrario europeo, dominado por unas estructuras totalmente desfasadas (falta de integración del mercado interior, baja productividad y mecanización, y escasa diversificación de cultivos), se vio incapaz de competir.

También debe tenerse en cuenta que esta dinámica estuvo provocada en buena parte por la propia evolución seguida por el capitalismo en Europa occidental, que a partir de la década de 1870 había rebasado el marco europeo para exportar capital, mano de obra y mercancías hacia áreas que tenían similitudes climáticas y ecológicas (las iniciativas para reactivar y hacer competitiva la agricultura y la ganadería de esas zonas correspondieron principalmente a los emigrantes). Además, hay que tener en cuenta que para la industria europea era muy beneficiosa la compra de alimentos (para abaratar la mano de obra) y de materias primas a los bajos precios ofrecidos por los nuevos países suministradores; éstos, a su vez, se convirtieron en importantes mercados para la venta de los productos elaborados en Europa.

Ello hizo que las economías más perjudicadas por la llegada de productos agrarios fueran las de países como España o Italia, con un sector industrial escasamente desarrollado y orientadas preferentemente a la exportación de materias primas y de productos agrarios. Aún así, España, aunque en mucha mayor medida que países como Gran Bretaña, Alemania o Francia, no estuvo al margen de la dinámica impuesta por el capitalismo: un buen ejemplo de ello son las relaciones comerciales que estableció con las colonias, en especial con Cuba, de las que se importaban materias primas y productos agrarios (azúcar, tabaco, cáñamo y caucho) a bajo precio, a la vez que eran utilizadas como mercados para vender los productos elaborados por importantes subsectores de la metrópoli (industria textil catalana y agricultura cerealista castellana).

En este contexto, el sector agrario español se vio sumido en una profunda crisis, cuyos efectos fueron patentes a partir de 1880, más tarde que en otros países europeos. La Crisis finisecular frenó el lento crecimiento que habia experimentado la agricultura durante el s. XIX, como consecuencia de la ampliación de las tierras de cultivo dedicadas al cereal (en 1888 ocupaba el 77 % de la tierra cultivada) y a la vid, originada por las desamortizaciones (primera mitad del s. XIX) y por la politica arancelaria proteccionista; sin embargo, los rendimientos por hectárea cultivada se mantuvieron a niveles precarios, hecho que refleja la existencia de un sector agrario con unas estructuras totalmente desfasadas. Las regiones más perjudicadas por la crisis fueron las especializadas en productos agrarios, aunque tuvo una mayor incidencia en las áreas cerealistas extensivas de Aragón, Andalucía, Castilla y Extremadura que en zonas más tecnificadas e intensivas como Cataluña y Valencia.

El cultivo de los cereales fue el primero en sufrir la competencia exterior. La masiva afluencia de grano extranjero a las regiones periféricas (se pasó de importar una media anual de 596.000 q de trigo y harina en la década de 1870 a 2.393.00 q en la de 1890) a bajos precios originó la pérdida de estos mercados tradicionalmente servidos por las regiones cerealistas del interior. En los años de máxima importación el trigo importado representaba una cantidad cercana al 15 % del producido en España, cifras sólo aparentemente bajas, puesto que ese porcentaje aumentaba considerablemente cuando se refería al trigo comercializado. Es muy significativo el hecho de que el trigo embarcado en Filadelfia (EE.UU.) u Odessa (Ucrania), pese a los costes de transporte, se vendiera en Barcelona más barato que el llegado desde Aragón. La poca competitividad del precio del trigo nacional quedó reflejada igualmente en el drástico descenso de las exportaciones, que en 1875 alcanzaban los 169.800 q y en 1900 eran prácticamente inexistentes.

En todo este proceso el ferrocarril desempeñó un papel fundamental, ya que si hasta entonces había servido para transportar el cereal desde las zonas productoras hasta los centros consumidores, a partir de 1880 tuvo el efecto contrario, puesto que facilitó la introducción de los productos foráneos en las regiones del interior. También la industria harinera se vio envuelta en esta dinámica, debido a que aumentó su rentabilidad utilizando el cereal procedente del exterior. El descenso de los precios (desde 1882 los de los cereales disminuyeron más de un 30 %) impulsó a los cultivadores a reclamar la adopción de medidas proteccionistas como única solución para evitar que los precios siguieran bajando (de esa forma se mantendrían artificialmente, al margen de los que regían en el mercado mundial) y para conservar sus mercados tradicionales.

La producción de aceite de oliva, que ya arrastraba una profunda crisis desde la década de 1860 a causa de la utilización del petróleo en el alumbrado, sufrió la competencia de las grasas vegetales importadas, mucho más baratas. Ello obligó a este subsector a reorientar su actividad para lograr aceites de gran calidad destinados al consumo humano, hecho que le permitió mantener un crecimiento constante durante el s. XX. Menos dañado quedó el viñedo, que en esos años atravesaba momentos de expansión como consecuencia de la falta de competencia en los mercados europeos de vinos procedentes de otros países exportadores —en especial de Francia—, cuyas vides se hallaban gravemente afectadas por la plaga de la Phylloxera vastatrix (véase filoxera); en 1879 se vendieron al exterior cuatro millones de hl de vino por un valor de 179 millones de pesetas, cifras que hasta entonces nunca se habían alcanzado. No obstante, la recuperación del viñedo en Francia, la sobreproducción de uva y vino y la llegada de la filoxera a España contribuyeron a que la crisis se extendiera igualmente al sector vitivinícola.

La ganadería, que se encontraba en pleno retroceso desde principios del s. XIX a causa de la roturación de tierras anteriormente dedicadas al pastoreo, tampoco tuvo capacidad para afrontar la competencia exterior, debido fundamentalmente a las profundas deficiencias estructurales que presentaba: falta de especialización y de selección de razas, baja producción, pequeñas explotaciones escasamente tecnificadas y rentables, y ausencia de canales de comercialización adecuados. Las actividades ganaderas más perjudicadas fueron la producción de lana y, en menor medida, las de leche y carne.

Aunque en un principio la Crisis finisecular afectó exclusivamente al sector agrario, más tarde se amplió a otras actividades económicas. El caso más significativo fue el de la industria textil algodonera, centrada fundamentalmente en Cataluña, que se vio gravemente perjudicada por la pérdida de poder adquisitivo de la población agraria. Su situación se agravó con la pérdida de los mercados coloniales —Cuba y Puerto Rico estaban obligadas a consumir los excedentes de la metrópoli—, por lo que el sector textil debió elegir entre dos alternativas: centrarse en el mercado español (proteccionismo) o tender hacia la especialización en un tipo de fabricación que le permitiera competir en el mercado mundial; finalmente optó por la primera.

Para combatir los efectos de la Crisis finisecular se plantearon dos soluciones: la especialización en productos no afectados por la competencia exterior, como hicieron únicamente Gran Bretaña, Dinamarca, Finlandia y Holanda, o el aumento del proteccionismo, medida adoptada por la mayor parte de los países, entre ellos España, si bien a diferencia de naciones como Francia o Italia se implantó un proteccionismo más rígido y duradero. Los principales grupos económicos que defendian la vía del nacionalismo económico (proteccionismo) eran los cerealistas y los empresarios de la industria textil, a los que apoyaban el sector hullero asturiano y el siderúrgico vasco. El primer paso para la consolidación del proteccionismo fue la anulación (R.D. 23-VII-1882) de la Base 5a del Arancel librecambista establecido por Figuerola (12-VII-1869) durante el Sexenio Democrático (1868-1874). El 31-XII-1891 se aprobó un nuevo arancel —el llamado arancel Cánovas— que elevaba las tarifas para, según la exposición de motivos, conceder a la riqueza agrícola y a la industrial la protección que necesitaban. En 1898 se elevaron los aranceles una media de un 20 %, porcentaje que se subió en 1906 (arancel con el que la economía española se convirtió en la más protegida de Europa) y en 1922. La elevación de barreras aduaneras propició la recuperación de los precios, de la superficie cultivada y de la producción, así como la revalorización de la propiedad territorial, principal objetivo de los grandes terratenientes.

A pesar de que el proteccionismo favorecía claramente el mantenimiento de una agricultura basada en los cultivos tradicionales, se inició la expansión de algunos productos alternativos de mayor rentabilidad, como los frutales (sobre todo los cítricos; las exportaciones de naranjas pasaron de 659.751 q en la década de 1870 a 3.829.000 en la de 1900), la almendra o las plantas industriales, que, poco afectados por la competencia exterior, se vieron ampliamente beneficiados por la tendencia a la especialización del mercado mundial. No obstante, si bien la política arancelaria salvaguardaba los intereses de los sectores productivos más afectados por la Crisis finisecular, los intereses de otras actividades, como las exportaciones de caldos, salieron claramente perjudicados.

La puesta en práctica de una política económica proteccionista ha sido un tema sobre el que han polemizado ampliamente los historiadores de la economía. Entre sus defensores se encuentra Ramón Tamames, para quien el proteccionismo integral hizo posible el desarrollo de la industria y la expansion agrícola y ganadera en los decenios posteriores a la Crisis finisecular (entre 1900 y 1930 el producto agrario creció un 55 % y la superficie agraria un 23 %, es decir, más de cuatro millones de ha; la productividad media por hectárea era en 1931 algo más del 50 % mayor que en 1900).

Según Tamames, de no haber sido así, ni la industria ni el sector agrario hubieran podido competir en igualdad de condiciones en el mercado mundial, por lo que el librecambismo hubiera conducido a su destrucción. A estas consideraciones hay que añadir el hecho de que la subida de aranceles permitía aumentar la recaudación fiscal, en esos años esencial para ir reduciendo el importante endeudamiento de la Hacienda Pública (en 1899 la deuda pública sobrepasaba los 8.000 millones de pesetas y el pago de intereses y de la amortización alcanzaba el 42 % del presupuesto).

La tesis proteccionista ha sido rechazada por autores como Jordi Nadal, Gabriel Tortella o Ramón Garrabou, quienes han tratado de demostrar que el proteccionismo fue sólo una solución a corto plazo y que tuvo como principal consecuencia el aislamiento de la economía española. Esta circunstancia impidió modernizar las estructuras económicas ya que perpetuó el retraso en cuestiones tecnológicas y de nivel de producción respecto a los países más avanzados (la vía nacionalista protegía la misma estructura de la producción inmovilizándola en cuanto a transformaciones agrarias y a posibilidades de desarrollo).

Para G. Tortella, los propietarios preferían cosechar y vender trigo caro en el mercado interior, sin arriesgar sus capitales para adecuar a la nueva situación los sistemas productivos (mejoras técnicas y nuevos cultivos). En opinión de estos autores, la Crisis finisecular debía haber sido aprovechada para emprender la adecuación de la economía al mercado mundial, para lo cual era indispensable una reducción de costes que permitiera obtener unos precios competitivos, la modernización de las técnicas y la disminución de impuestos. En el caso específico de la agricultura la mejor opción hubiera sido una progresiva especialización, atendiendo a las peculiaridades naturales que ofrece España, en productos de fácil comercialización en el mercado exterior (frutas, hortalizas y cultivos industriales). Esto hubiera exigido unos aranceles menos proteccionistas, ya que con la protección que se estableció se fomentó la producción para el mercado interno, caracterizado por su rigidez, hecho que no favorecía la especialización.

Además hay un hecho de gran transcendencia para la posterior evolución de la economía española: autores como J. Nadal y G. Tortella han incidido en la relación directa que existió entre el atraso agrícola y la paralización que sufrió el proceso industrializador; ambos parten de que para realizar la Revolución Industrial era precisa la revolución agraria, por lo que consideran que las medidas proteccionistas adoptadas ante la Crisis finisecular imposibilitaron la culminación de ese proceso. Tortella ha realizado estudios en este sentido y ha llegado a la conclusion de que si bien la producción de los principales cultivos aumentó tras la implantación del proteccionismo, no lo hizo más rápidamente que la población o que la superficie sembrada, de modo que la acumulación de capital en la agricultura no bastó para que este sector cumpliera las funciones que había desempeñado en otros países en vías de industrialización, entre ellas la liberación de una oferta creciente de mano de obra, la producción de excedentes de capitales para la industria y su constitución como mercado para los productos industriales; esta situación fue común al resto de los países europeos de la cuenca del mar Mediterráneo, que presentaban un atraso técnico en la agricultura y en el régimen de propiedad de la tierra similar al español. En lo que sí coinciden la mayor parte de los historiadores y economistas es en señalar que con la Crisis finisecular quedaron al descubierto los tradicionales problemas estructurales de la economía: descapitalización del sector agrario, atraso técnico, obsoleto régimen de propiedad de la tierra, desvertebración del mercado interior, quiebra de la Hacienda Pública y endeudamiento exterior.

Aunque la Crisis finisecular tuvo un carácter eminentemente económico, sus efectos tuvieron importantes repercusiones sociales, sobre todo en lo que respecta a las clases relacionadas con el sector agrario (jornaleros, arrendatarios y campesinos). La disminución de beneficios y la desvalorización de la producción cuestionaron la viabilidad de numerosas explotaciones agrarias. Para recuperar su rentabilidad en general se optó por reducir los costes de producción, circunstancia que sufrieron de manera especial los jornaleros, que experimentaron una considerable rebaja de sus salarios. El desempleo aumentó rápidamente entre los trabajadores agrícolas en las zonas latifundistas de secano, en muchas de las cuales no conseguían trabajar más de una tercera parte del año.

La recuperación de los precios de los cereales que se produjo tras la aprobación del arancel de 1891 empeoró todavía más la situación de los jornaleros. También se vieron afectados los arrendatarios, quienes intentaron traspasar parte de los costes de la recesión económica a los propietarios mediante la rebaja de los arriendos. En determinados casos el arrendatario consiguió mejoras contractuales, hecho que ayudó a una parte del empresariado a sobrevivir en los momentos más graves de la crisis. El descenso de la renta y del valor de la tierra y la rebaja de los arrendamientos ocasionaron pérdidas a los grandes propietarios, quienes, en ocasiones, ante las dificultades que existían para encontrar arrendatarios, no tuvieron más remedio que explotar directamente sus propiedades o dejarlas sin cultivar. No obstante, los recursos económicos que poseían les permitieron superar la situación en mejores condiciones que el resto de las clases implicadas en la crisis. Además, el mantenimiento del alto precio del cereal de manera artificial les favorecía sobre todo a ellos, en detrimento de los consumidores, quienes debían pagar un elevado precio por el pan.

Mención aparte merece el campesinado debido a su complejidad y diversidad. La desvalorización de los productos del campo y las dificultades para venderlos, unidos a la elevada presión fiscal (desde la reforma tributaria de 1845 la mayor parte de las recaudaciones impositivas procedían de la agricultura), originaron el endeudamiento de un amplio sector de pequeños cultivadores (entre 1874 y 1890 se embargaron 3.954.951 fincas), que tuvieron que recurrir a la solicitud de créditos cuya devolución les hipotecaba durante muchos años o, en el peor de los casos, se vieron obligados a vender sus propiedades.

Ante las dificultades que atravesó la sociedad rural mientras duró la Crisis finisecular hubo fundamentalmente dos tipos de respuestas: la emigración y el aumento de la conflictividad social. La emigración se presentó como una de las principales alternativas para las clases sociales más perjudicadas por la Crisis finisecular. La mayor parte de los emigrantes eran varones en edad de trabajar, procedentes tanto de zonas latifundistas (Andalucía, Extremadura o La Mancha) como minifundistas (Asturias, Galicia, Cantabria) y se dirigieron desde las áreas cerealistas hacia las zonas industrializadas (Madrid, País Vasco, Cataluña, Andalucía occidental y a ciudades de la periferia como Valencia, Cádiz, Malaga o La Coruña). Entre 1887 y 1900 nueve provincias perdieron población, con lo que se acentuaron los desequilibrios demográficos que han persistido hasta la actualidad.

Por otra parte, el movimiento migratorio hacia el exterior fue excepcional entre 1888 y 1914. Su principal destino fue el continente americano: entre 1882 y 1890 emigraron 1.160.867 españoles, que se dirigieron preferentemente a Cuba (317.131 emigrantes), Argentina (220.239) y Brasil (89.896). Otros puntos de destino fueron Argelia (325.262 emigrantes entre 1882 y 1900, la mayor parte con carácter temporal) y Francia (en 1901 la colonia española era de 80.000 h.).

En cuanto al incremento de la conflictividad social, ésta estuvo favorecida por la falta de flexibilidad demostrada por los gobiernos de la Restauración ante las reivindicaciones campesinas (no existían medidas contra el desempleo y los empresarios podían realizar despidos libremente). El conflicto fue especialmente grave en zonas como Andalucía, La Mancha y Extremadura, dominadas por un régimen de la propiedad de la tierra latifundista y en las que existían numerosos jornaleros.

Los principales focos de conflicto fueron las provincias de Andalucía occidental (Cádiz, Córdoba, Huelva, Málaga y Sevilla). En estas zonas los trabajadores del campo estuvieron muy influidos por las tesis revolucionarias y anarquistas que durante la década de 1880 se había constituido en una de las principales tendencias de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), la organización de los trabajadores más importante que existía en España, fundada en Barcelona (23-IX-1881) con un marcado carácter internacionalista y anarquista. Los militantes andaluces, que formaron el grupo más numeroso del sector anarcocomunista de la FTRE, optaron por la utilización de la violencia como medio para impulsar un proceso revolucionario, por lo que se organizaron grupos clandestinos partidarios de la violencia y las represalias.

Las consecuencias de la Crisis finisecular (desempleo, despido pasivo de jornaleros y descenso de los salarios agrícolas) fomentaron la creación de este tipo de organizaciones secretas, entre las que destacó la de Los Desheredados, que llevó a cabo su I Congreso en Sevilla (enero de 1883). En este contexto de violencia se produjo el asunto de La Mano Negra (febrero de 1883), organización secreta e independiente de la FTRE, cuyos máximos dirigentes fueron procesados en Jerez de la Frontera, con un resultado de ocho condenas a muerte, diez a cadena perpetua y más de trescientas penas menores, algunas de las cuales se impusieron a militantes de la FTRE, aunque no se pudo probar que ésta estuviera implicada en los hechos.

En junio de ese mismo año, se convocó una huelga que fue secundada masivamente por los jornaleros del sector de Alcalá de los Gazules-Jerez de la Frontera-Ubrique (provincia de Cádiz). El Gobierno cedió un buen número de cosechadoras a los propietarios y envió un contingente de soldados para ayudar en las tareas de la recolección, medidas que no pudieron evitar que la siega no terminase hasta el mes de agosto. La conflictividad continuó en los años siguientes: el l-V-1891 volvieron a convocarse huelgas en Andalucía occidental y el 8-I-1892 se produjeron en Jerez de la Frontera violentos enfrentamientos entre huelguistas y miembros de la Guardia Civil, el Ejército y la policía municipal, que acabaron con diversas muertes y más de 400 detenidos. La presión ejercida sobre el Gobierno por los grandes propietarios a través del sistema caciquil obligó a aquél a reforzar las medidas represivas con el fin de hacer fracasar cualquier intento insurreccional.

La Crisis finisecular se convirtió en uno de los principales temas de debate de finales del s. XIX entre diversas tendencias ideológicas. Para Javier Tusell, fue mucho más decisiva para España que el esastre colonial de 1898, puesto que las medidas adoptadas para contrarrestar sus consecuencias, encaminadas sobre todo a proteger la economía nacional, fueron determinantes para definir el particular desarrollo económico y social que experimentó España durante el primer tercio del s. XX. El propio Gobierno presidido por el liberal Práxedes Mateo Sagasta (9-X-1886—12-VI-1888), ante la gravedad de la situación, se vio obligado a crear una Comisión (7-VII-1887) encargada de recoger datos y opiniones (se elaboró una encuesta con 130 preguntas) entre particulares y entidades locales y regionales (Ayuntamientos, Diputaciones y Cámaras de Comercio). Los resultados fueron recogidos en siete volúmenes publicados entre 1887 y 1889 bajo el título La crisis agrícola y pecuaria La mayor parte de las respuestas procedían de regiones trigueras tradicionales, como Aragón, Castilla y León, especialmente afectadas por la crisis agrícola y por los descensos de los precios.

A la cabeza de las tendencias opuestas a reforzar el proteccionismo figuró el regeneracionismo, partidario del reformismo agrario. Su principal representante, Joaquín Costa, expresaba el atraso de la agricultura española señalando que “aquí el trigo se cultiva, allá, más que cultivarlo se puede decir que lo fabrican… Así como aquí, en la temporada de siega, salen de su país, armadas de machete, cuadrillas de murcianos recogiendo las mieses a destajo, hay alli empresarios que recorren la California acompañados de segadoras y trilladoras”. Además de proponer soluciones para superar las consecuencias de la Crisis finisecular (extensión de los riegos, diversificación de cultivos y creación de Bancos Agrícolas), Costa llevó a cabo una dura crítica al modelo de desarrollo agrario español, basado en el latifundismo y el monocultivo de cereal, a la vez que defendía la formación de una amplia clase de pequeños cultivadores (vía desarrollista de la pequeña y mediana propiedad frente a la vía nacionalista de los grandes propietarios o rentistas). Como miembro de la Asociación para la Reforma Liberai de los Aranceles de Aduanas era partidario del librecambismo y de buscar la transformación competitiva del sector agrario español para facilitar su integración en el mercado mundial. Las principales propuestas de Costa las recogió la Unión Nacional, organización política fundada en Valladolid (enero de 1900) por las cámaras de comercio a iniciativa de Basilio Paraíso y Santiago Alba, a la que se incorporó la Liga Nacional de Productores, que había sido creada en Zaragoza un año antes por las cámaras agrarias a instancias de Costa.

En términos semejantes a éste se manifestaron otros regeneracionistas como Lucas Mallada (Los males de la patria, 1890) y Ricardo Macías Picavea (El problema nacional, 1899). En este sentido son igualmente valiosas las innumerables reclamaciones llevadas a cabo por ingenieros agrónomos coetáneos solicitando urgentes cambios de las estructuras económicas, que en el caso de la agricultura suponía la adopción de medidas como la generalización de abonos, la renovación de la maquinaria agrícola, la construcción de embalses y canalización del agua para riegos.

En el lado opuesto al regeneracionismo se hallaban los grupos ideológicos decididos a imponer el nacionalismo económico, encabezados por los partidos dinásticos (Conservador y Progresista), cuyos principales apoyos eran los grandes propietarios territoriales y la alta burguesía industrial (sobre todo la siderurgia vasca y la minería asturiana) y financiera.

Juan Velarde Fuertes ha señalado que la base del nacionalismo económico se encuentra en el historicismo alemán y en el sistema nacional proteccionista propugnado por Friedrich List, que fueron introducidos en España por los krausistas. El dirigente más destacado de la tendencia nacionalista fue el economista Antonio Flores de Lemus, quien aceptaba un proteccionismo progresivo y flexible, a la vez que se oponía al establecimiento de un proteccionismo integral que pudiera aislar totalmente la economía española, además de perjudicar a sectores con clara vocación exportadora (vinos, cítricos y minería de exportación).

Más radicales en la defensa de la protección integral fueron destacados doctrinarios de la época como Antonio Cánovas del Castillo, máximo representante del Partido Conservador, cuyos planteamientos durante la década de 1890 estaban cercanos a la autarquía, como quedó demostrado con algunas decisiones como la plena abolición de la libre entrada de productos de hierro en España, medida que favorecía los intereses de la Liga Vizcaína de Productores, considerada como uno de los principales grupos de presión patronales. Este tipo de entidades de empresarios apoyaron plenamente la política proteccionista impuesta por los partidos políticos dinásticos. Además de la citada, la más destacada fue el Fomento del Trabajo Nacional, organización constituida en Barcelona (marzo de 1889) para canalizar la opinión del regionalismo conservador defendido por la burguesía industrial catalana, mayoritariamente favorable a la vía del nacionalismo económico y a la utilización del regionalismo como medio para presionar al Gobierno central para que protegiera el mercado nacional.

Sin embargo, un amplio sector del catalanismo estaba convencido de que la modernización de Cataluña era inviable en el marco político de la Restauración, por lo que rechazaba la alianza con los cerealistas para defender el proteccionismo. Esta tendencia, a partir de la década de 1890, fue adoptando planteamientos mucho más políticos y nacionalistas que los propugnados hasta entonces por el grupo La Renaixença.Con la pérdida de los mercados coloniales se acentuó la crisis de la industria textil y el empresariado catalán, que hasta esos momentos había colaborado con los partidos dinásticos, inició un acercamiento al catalanismo partidario de la acción política (prueba de ello fue el documento elaborado, a iniciativa del Fomento del Trabajo Nacional, por distintas corporaciones económicas y entidades ciudadanas, algunas de ellas integradas por catalanistas radicales; el texto fue enviado a la regente María Cristina de Austria el 14-XI-1898). En definitiva, esta evolución era el reflejo de la exclusión del bloque de poder (oligarquía terrateniente y gran burguesía industrial y financiera) que había sufrido la burguesía catalana y que la Crisis finisecular se encargó de confirmar.

Fuente: [J.L.R.]

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