Desarrollismo

Desarrollismo en España en España

Aquí se ofrecen, respecto al derecho español, referencias cruzadas, comentarios y análisis sobre Desarrollismo. [aioseo_breadcrumbs]

Desarrollismo en España y su Historia

Nota: Puede interesar la investigación sobre los sectores industriales clave españoles y su historia. Véase también la informacion relativa a la evolución de la industrialización en España.

Según Ramón Tamames, el desarrollismo es una “expresión con cierta connotación peyorativa que hace referencia a la actitud o tendencia favorable al crecimiento a ultranza, a cualquier coste, y que generalmente utiliza la vía de la sustitución de importaciones, olvidándose el principio de los costes comparativos”.

Historia

En España se denomina “desarrollismo” al periodo de crecimiento de la economía comprendido entre 1959 y 1974. El modelo autárquico instaurado por el régimen del general Franco al concluir la Guerra Civil (1936-1939) dio lugar a una etapa de intervencionismo económico y aislamiento exterior.

Una vez superadas las dificultades más acuciantes provocadas por el final de la guerra (el racionamiento fue suprimido en 1952), a partir de 1950 los sectores económicamente dominantes, principalmente la burguesía industrial y los grandes grupos financieros, empezaron a demandar cambios en la política económica destinados a la integración de la economía española en el sistema capitalista mundial. Para ello era indispensable una reestructuración del sistema político, emprendida con la Ley de Principios (1958), que en la práctica supuso la marginación de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) (FET y de las JONS) de los centros de poder y el aumento de la influencia de los llamados tecnócratas, en su mayor parte ligados al integrismo católico del Opus Dei. Al mismo tiempo retrocedió la represión social ejercida por el Estado y se establecieron algunas modificaciones en la legislación laboral, entre ellas la incorporación de la negociación colectiva (Ley de Convenios Colectivos, 1958).

En el ámbito internacional, del que España había sido excluida (1946) por acuerdo de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se produjeron avances muy significativos. El régimen del general Franco fue reconocido por las democracias occidentales, circunstancia que debe situarse en el contexto de la “guerra fría”, que supuso la división del mundo en dos bloques, el capitalista, con el que se alineó España, y el comunista. De especial importancia fue el convenio firmado (26-IX-1953) con Estados Unidos de América (EE.UU.), país que, a cambio de la integración en el bloque anticomunista y de la posibilidad de utilizar el territorio español para la defensa militar, ofreció a España ayuda financiera (entre 1953 y 1957 fue superior a los 500 millones de dólares, a los que hay que añadir los préstamos del Import-Export Bank) y apoyo político. La llegada de capitales procedentes de EE.UU. relanzó la economía nacional, dominada por la descapitalización y por la existencia de unas estructuras productivas desfasadas. En 1953 se estableció el concordato con la Santa Sede y el 14-XII-1955 fue aprobada la admisión de España en la ONU, propiciada por el levantamiento del veto de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Todas estas circunstancias posibilitaron la incorporación de España al desarrollismo económico, fase en la que se hallaban la mayor parte de los países occidentales desde los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial (1939-1945). Economistas defensores a ultranza del capitalismo, como Rostow, pronosticaban en esos momentos que el capitalismo estaba alcanzando su plena madurez, con lo cual se daban por concluidas las crisis cíclicas que hasta entonces habían afectado al sistema capitalista (crisis de 1929, guerras mundiales, etc.), teoría que quedaría invalidada con la crisis energética de 1973. El desarrollismo, por lo tanto, se encuadra en una etapa expansiva del capitalismo que ha sido denominada de internacionalización del capital, en la que se pretendió “mundializar” el mercado y la división del trabajo.

En los últimos años de la década de 1950 se inició el principal ciclo de crecimiento económico de la historia contemporánea de España. El 28-VIII-1951, agotada la vía de la autarquía, entraron a formar parte del Gobierno dos nuevos ministros de tendencias liberalizantes y de una mayor preparación técnica: Rafael Cavestany de Anduaga, en Agricultura, y Manuel Arburúa de la Miyar, en Comercio. Este sector, promocionado y protegido por el subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, se vio fortalecido el 25-III-1957 con el nombramiento de Alberto Ullastres como ministro de Comercio y de Mariano Navarro Rubio como ministro de Hacienda, ambos miembros del Opus Dei. Este grupo de tecnócratas, con el apoyo de Laureano López Rodó, responsable de la Secretaría General Técnica de la Subsecretaría de la Presidencia, se encargó de preparar el Plan de Estabilización de 1959, con el cual se sentaron las bases legales de la nueva política económica basada en la liberalización del comercio exterior y, en menor medida, del interior.

Los objetivos previstos en el plan se cumplieron en su mayor parte, favorecidos por la excepcional situación económica de los países capitalistas. Sin embargo, aunque hubo aspectos positivos como el control de la inflación, la limitación del gasto público, la mejora de la balanza de pagos y la adaptación de un tipo de cambio realista para la peseta con respecto al dólar, tuvo elevados costes sociales, puesto que la recesión que siguió a las medidas de estabilización hizo crecer el desempleo un 34%, circunstancia que se compensó con la emigración masiva hacia los países más industrializados de Europa occidental.

El 10-VIII-1962 se produjeron dos nuevas incorporaciones al Gobierno especialmente significativas: Manuel Fraga Iribarne asumió el Ministerio de Información y Turismo y Gregorio López-Bravo el de Industria. Estos cambios ampliaron el predominio de los tecnócratas, que copaban las carteras claves para diseñar las directrices de la política económica del país, establecidas mediante los Planes de Desarrollo y auspiciadas por los principales organismos económicos internacionales: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) y la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) —futura Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)—, a los que España se vinculó en 1958.

Para la elaboración de los planes se creó la Comisaría del Plan de Desarrollo (1962), órgano administrativo cuya dirección fue asumida por López Rodó; en 1967 se creó el Ministerio del Plan de Desarrollo, que ocupó López Rodó hasta su sustitución por Cruz Martínez Esteruelas el 11-VI-1973. Algunas disposiciones de los Planes de Desarrollo tuvieron un carácter más expansivo que las del Plan de Estabilización, sobre todo en lo referente a la liberalización de las inversiones exteriores en España.

El I Plan de Desarrollo, acabado de confeccionar en diciembre de 1963 siguiendo el modelo de Francia (planificación indicativa), contó con la oposición de los sectores falangistas e intervencionistas, así como de los grupos con posturas más moderadas, que lo consideraban excesivamente neoliberal. Los cuatro Planes de Desarrollo —1964-1967 (prorrogado hasta 1969), 1968-1971 y 1972-1975; el IV no llegó a ponerse en práctica— estimaron como objetivos primordiales aumentar al máximo el crecimiento del producto nacional, programar el desarrollo dentro de la estabilidad, alcanzar el pleno empleo, conseguir la paulatina incorporación al sistema económico mundial, flexibilizar los mecanismos económicos y lograr una distribución equitativa de la renta.

En 1962 el Gobierno solicitó la entrada en la Comunidad Económica Europea (CEE), con la que mantenía un tercio del comercio exterior, petición que fue reiteradamente rechazada al no ir acompañada de la correspondiente apertura política; en 1970 se firmó un acuerdo preferencial con la CEE, según el cual esta organización concedía a España una reducción escalonada del 60% del arancel exterior común (TEC) para productos industriales, medida que no afectó al sector agrícola.

En la etapa desarrollista el ritmo de crecimiento económico fue muy elevado, en especial entre 1967-1973, con un incremento anual del 24%. La industria se convirtió en el principal motor de la economía con un índice de crecimiento que ya había sido muy elevado en la década de 1950, con tasas medias de incremento de la producción del 8%, con algún año excepcional como 1952 en que se alcanzó el 15%. La rapidez con que se llevó a cabo el crecimiento tuvo como principal inconveniente la excesiva concentración de la industria, ya que a principios de la década de 1970 el 50% de la misma estaba localizado en Cataluña, País Vasco y Madrid. Ello produjo graves desequilibrios regionales, puesto que amplias zonas de España quedaron marginadas del proceso desarrollista y se convirtieron en emisoras de mano de obra destinada a la industria.

Como resultado positivo de este espectacular proceso de industrialización destaca la reducción de la distancia respecto a los países con mayor tradición en este sector. Al mismo tiempo se llevó a cabo una profunda reestructuración del sector secundario: la minería, la siderurgia y la industria textil dejaron de ser los principales subsectores ante el auge de las industrias químicas, metalúrgicas y de bienes de equipo. La reconversión más importante de la minería y de la siderurgia se llevó a cabo en Asturias, donde la resistencia de los propietarios a reinvertir el capital acumulado durante la autarquía para modernizar sus empresas obligó a poner en marcha un proceso de nacionalización, que en el sector siderúrgico dio lugar a la creación de la Empresa Nacional Siderúrgica, S.A. (Ensidesa), 1957) y en el carbonífero a la de la Empresa Nacional Hulleras del Norte, S.A. (Hunosa), 1967).

El desarrollo industrial estuvo determinado por la dependencia exterior en cuanto a capitales, tecnología y abastecimiento de materias primas. La inversión extranjera estuvo facilitada por la sobreacumulación de capitales de las economías occidentales. Entre 1959 y 1974 se invirtieron 6.000 millones de dólares procedentes principalmente de EE.UU. (40%), Suiza (20%), Alemania (11%) y Francia (5%), dirigidos sobre todo a la industria química (25%).

Otro rasgo característico del sector industrial fue el mantenimiento del intervencionismo estatal mediante el Instituto Nacional de Industria (INI). Se crearon cinco polos de desarrollo —Vigo (provincia de Pontevedra), La Coruña, Valladolid, Zaragoza y Sevilla— y otros dos de promoción —Burgos y Huelva—, a los que se unieron cinco más en la década de 1970 —Oviedo (Asturias), Logroño (La Rioja), Vilagarcía de Arousa (provincia de Pontevedra), Córdoba y Granada—.

El avance de la agricultura fue mucho menor, a pesar de la evolución positiva que experimentó con las reformas emprendidas por Rafael Cavestany de Anduaga (Ley de Concentración Parcelaria). Los organismos encargados de reestructurar el sector agrario fueron el Instituto Nacional de Colonización (INC) y el Servicio Nacional de Concentración Parcelaria y Ordenación Rural, que se fusionaron en 1971 para formar el Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA). Se establecieron diversos programas de colonización, entre los que sobresalen los de Badajoz (Plan de Badajoz) y Jaén, y se decretó (1953-1968) la concentración de más de cinco millones de hectáreas, si bien se calculó un ritmo medio de transformación de 200.000 ha anuales. También se trató de potenciar el regadío mediante la construcción de embalses y la ampliación de la red de canales.

A pesar de los intentos de modernizar el campo, dirigidos a partir de 1971 por el IRYDA, el desarrollismo no alcanzó sus objetivos en este sector, como lo demuestra el hecho de que España se hallaba en 1973 muy por debajo de la mayor parte de los países europeos en cuanto al empleo de maquinaria agrícola y de abonos, además de no haber solucionado problemas endémicos como el latifundismo. Fue especialmente perjudicial la política de subvenciones a los agricultores, quienes se acomodaron al sistema y se despreocuparon por la modernización de sus explotaciones. Aun así, en este periodo la agricultura tradicional entró en crisis e inició su renovación, proceso favorecido por la progresiva sustitución de mano de obra por maquinaria (la población activa del sector primario pasó del 41% en 1960 al 23% en 1973) y por el aumento de la demanda de productos agrarios de los centros urbanos.

Al igual que la industria, el sector terciario experimentó una importante expansión, que le llevó a ocupar la primera posición de la distribución sectorial del Producto Interior Bruto (PIB) y de la población (40% en 1973, frente al 26,5% del sector industrial y el 23,8% del primario). Ello se reflejó en el rápido proceso de urbanización (un 50% de la población vivía en ciudades de más de 100.000 h.) y en la transformación de los medios de transporte y comunicación. Tanto el Plan de Estabilización como los Planes de Desarrollo concedieron gran importancia al comercio exterior. Las importaciones crecieron constantemente a partir de 1959, debido sobre todo a la necesidad de combustible y de bienes de equipo para la modernización de la industria.

Otro tipo de productos importados, como los agroalimentarios, tuvieron más dificultades para competir en el mercado nacional, ya que la liberalización iniciada en 1959 no fue completa al crearse simultáneamente algunos mecanismos proteccionistas, entre ellos el arancel de 1960 y el Impuesto de Compensación de Gravámenes (1968). Los principales productos de exportación fueron los agrarios (cítricos, vinos, aceites, etc.), seguidos por bienes de equipo, calzados y buques.

El saldo de la balanza comercial exterior fue netamente deficitario (entre 1961 y 1973 se importaron 46.683 millones de dólares y se exportaron 25.432), por lo que debió ser compensado mediante los recursos procedentes de la emigración y del turismo. Durante el decenio 1960-1970 el número de emigrantes superó los dos millones (878.000 de ellos eran temporeros), la mayor parte de los cuales se dirigieron a Francia (600.000 trabajadores), Alemania (250.000) y Suiza (130.000). Mención especial merece el crecimiento del sector turístico, cuyos ingresos eran fundamentales para equilibrar la balanza comercial. En 1960 llegaron a España 6,1 millones de visitantes, que contrastan con los 3,5 de 1973, cifra sólo superada en Europa por Italia. Las principales zonas de procedencia fueron la CEE, EE.UU. y los países escandinavos. El boom turístico estimuló el proceso de terciarización, en especial en la costa mediterránea, la mejora de infraestructuras (carreteras, aeropuertos, hoteles, etc.) y la inversión en el sector de la construcción (9,7% de la población activa en 1973). Tuvo también importantes efectos negativos, entre los que destacan el deterioro medioambiental y la deficiente urbanización de buena parte de los núcleos costeros.

El ciclo desarrollista concluyó como consecuencia de la crisis energética que afectó a las economías capitalistas a partir de 1973 y que en España repercutió a partir de 1974. Con ello quedaron al descubierto algunos de los problemas estructurales de la economía española, encubiertos hasta ese momento por el fuerte crecimiento experimentado en los años anteriores: dependencia energética y tecnológica del exterior, endeudamiento de numerosas empresas, falta de competitividad frente a economías extranjeras, deficiencias del sector público (ineficacia, escasa competitividad, etc.) y rigidez del mercado de trabajo.

A estas cuestiones hay que añadir la ampliación de los desequilibrios regionales, con una excesiva concentración industrial y financiera en el País Vasco, Cataluña y Madrid, zonas que absorbieron los ahorros de las regiones agrarias mediante la actuación del sistema bancario. Esta situación se reflejó en los movimientos migratorios de las zonas rurales a las dominadas por los sectores secundario y terciario y en las desigualdades en los niveles de renta (por ejemplo, la renta de Jaén, Badajoz y Lugo estaba por debajo de la mitad de la de Vizcaya).

En la valoración de la política económica que sostuvo el desarrollismo existe una general coincidencia entre economistas e historiadores al considerar que fue el Plan de Estabilización, y no los Planes de Desarrollo, el que permitió la liberalización de la economía española. Autores como Enrique Fuentes Quintana han calificado a los planes como despotismo tecnocràtico debido a la política intervencionista que subyacía en ellos. En opinión de Ros Hombravella, las reformas que desembocaron en la planificación indicativa, presentada por sus defensores como una solución mágica, estaban más acordes con un régimen político autoritario que las derivadas del talante liberalizador del Plan de Estabilización.

El Informe del Banco Mundial (1962) puso en evidencia algunas de las deficiencias del modelo de crecimiento económico español, entre ellas el mantenimiento de una política económica contradictoria, ya que, por una parte, se aceptó la libertad de mercado característica del capitalismo y, por otra, se mantuvo el intervencionismo heredado de los años de la autarquía, cuyo ejemplo más fehaciente fue el importante papel que siguió desempeñando el INI.

Para Javier Tusell, los Planes de Desarrollo no pasaron de ser una fórmula de previsión imperfecta, como demuestra el hecho de que sólo en Vigo y Valladolid se cumplieron los objetivos previstos con la creación de los polos industriales. El III Plan de Desarrollo tuvo en muchos apartados unas desviaciones superiores al 50%.

El desarrollismo hubiera sido imposible sin las aportaciones del turismo y de la emigración, que no fueron contempladas en ningún plan. Además, la planificación resultó ser más rígida para el sector privado que para el público, pues éste fue incapaz de controlar el gasto propio. Lo que sí es incuestionable es que el crecimiento económico de España durante este periodo no tuvo precedentes, sólo superado por Japón entre los países de la OCDE.

Sin duda el sector económico que más se benefició del proceso desarrollista fue la banca privada, que hasta esos momentos se había dedicado a negocios especulativos propiciados por el fuerte proteccionismo. Su poder sobre el Estado era incuestionable, pues, entre otras razones, disponía de 61.000 millones de pesetas en deuda del Estado, que de haber querido hacerla efectiva hubiera podido provocar la quiebra económica del régimen. El instrumento más importante para hacer imperar sus criterios a los diferentes Gobiernos fue el Consejo Superior Bancario, organismo desde el que los banqueros defendían sus intereses, en ocasiones con un poder real superior al de muchos ministerios. Ello le otorgó a este sector una posición privilegiada, desde la cual tenía capacidad para controlar el sistema crediticio y, en consecuencia, el incipiente proceso de industrialización. Fueron numerosas las empresas que pasaron a depender de los bancos a causa de los altos intereses crediticios, que les llevaron a la suspensión de pagos. Para obtener el dominio industrial la banca utilizó también otro tipo de mecanismos, entre ellos la compra de parte del capital de las empresas y la fundación de empresas cuyo activo era dividido en acciones, con lo que reembolsaban el capital adelantado. Un buen ejemplo del auge del sector financiero lo proporcionan las entidades bancarías dependientes del Opus Dei, como el Banco Popular o el Banco Atlántico. El mayor crecimiento lo experimentó el Banco Español de Crédito (Banesto), que pasó de tener un capital de 4.797.900 millones de pesetas (1940) a 51.400.000 millones (1968), al que siguieron en rentabilidad el Banco Central, el Banco Hispano Americano, el Banco de Bilbao, el Banco de Vizcaya y el Banco Santander. También fue significativa la consolidación de holdings como el de Ruiz Mateos S.A. (Rumasa), que absorbió más de catorce bancos y pasó a controlar 230 empresas en las que trabajaban 20.000 trabajadores. En definitiva, el poder bancario condicionó la creación de un complejo industrial fuertemente concentrado.

Además de la banca se desarrolló otro gran centro de poder: las multinacionales. La liberalización establecida por el Plan de Estabilización permitió la llegada masiva de capitales extranjeros por medio de las multinacionales (principalmente estadounidenses), que progresivamente obtuvieron el control de importantes sectores productivos de la economía. Su implantación, propiciada por la baratura de la mano de obra española, favoreció la introducción de tecnología. En 1972 las seis empresas multinacionales de mayor entidad eran General Motors, Standard Oil, Ford, Royal Dutch-Shell, General Electric e International Business Machines (IBM). El proceso contrario, la inversión de capital español en el exterior, estuvo rigurosamente prohibido hasta 1960, año en que se empezaron a conceder autorizaciones de forma muy restrictiva.

Junto a estos dos bloques de poder coexistieron la empresa pública, cuyo principal instrumento fue el INI, y un elevado número de pequeñas y medianas empresas (99,8% de las empresas industriales, que empleaban al 80,5% de los trabajadores del sector). El INI se había creado (25-IX-1941) durante la autarquía como mecanismo de intervención estatal para suplir la insuficiencia de la iniciativa privada. López-Bravo, respaldado por el Informe del Banco Mundial, intentó reducir su influencia (defendió la privatización de algunas de sus actividades), postura que le enfrentó con el presidente del INI, Juan Antonio Suanzes y Fernández, partidario de mantener la política intervencionista en el sector industrial. Posteriormente el INI se convertiría en un mecanismo al servicio del sector privado al ser utilizado como medio de socializar las pérdidas de determinadas empresas, carácter que se ha mantenido hasta la actualidad.

También se produjo el proceso inverso, es decir, la actuación subordinada del sector público a los intereses del privado. El caso más claro es el de la empresa Sociedad Española de Automóviles de Turismo, S.A. (Seat), constituida en 1950 con una participación del INI que suponía el 51% del capital social; cuando ya se hallaba consolidada, en 1967 el INI dejó de ser mayoritario al comprar parte de las acciones la empresa italiana Fabbrica Italiana Automobili Torino (Fiat), que en 1971 era propietaria del 37,1%. Hechos similares ocurrieron con Aeronáutica Industrial, Astilleros de Cádiz y con la Empresa Nacional de Autocamiones, S.A. (Enasa) o con algunos servicios de la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles (Renfe), como fue el caso del contrato suscrito en favor de la sociedad Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol (Talgo).

La rapidez del crecimiento económico provocó importantes transformaciones en las estructuras socioeconómicas. Además de la élite vinculada a la banca, a la gran empresa y a los cargos más elevados de la Administración, el desarrollismo propició el incremento de la clase media y de los asalariados (la clase obrera pasó a ocupar un 32% de la población total, con un aumento considerable de los obreros cualificados).

La sociedad española del desarrollismo está marcada por la desigualdad social: el 1,2% de las familias recibía el 22,39% de la renta, frente al 52,57% que percibían el 21,62; un informe de 1970 estimó que existían un total de tres millones de pobres. Estos datos hay que contextualizarlos dentro de un aumento general del nivel de vida, que posibilitó alcanzar los 1.239 dólares de renta per capita en 1972. La expansión de la sociedad de consumo propició una mejora en la alimentación, tanto cuantitativa como cualitativamente (generalización de consumo de carne, frutas, etc.), hecho que contrasta con el racionamiento característico de la autarquía. Otros datos como la venta de automóviles (en 1960 sólo tenía automóvil el 4% de la población y en 1969 el 24%) y de electrodomésticos (en 1960 más de un 60% de las familias tenía televisión y frigorífico), la disminución de la tasa de analfabetismo (pasó del 135,1 %o en 1960 al 87,7 %o en 1970) y el acceso de sectores cada vez más amplios de la población a las diversas formas de ocio y cultura (incluida la Universidad) son igualmente significativos.

Los desequilibrios económicos regionales originaron importantes cambios en la estructura demográfica. Se produjo una aceleración de la emigración desde las zonas agrarias a las industriales y una notable intensificación de la distribución de la población activa por sectores, acompañada por la lenta incorporación de la mujer al mercado de trabajo. En la década de 1960 provincias como Cuenca (92.093 emigrantes), Badajoz (233.984), Cáceres (144.181) y Jaén (183.175) perdieron más de un 25% de su población respecto a sus habitantes de 1960, datos que contrastan con los de Madrid (686.554 inmigrantes), Barcelona (649.576), Álava (42.536) y Vizcaya (148.677). El trasvase de población del medio agrario al urbano provocó la despoblación del ámbito rural y el envejecimiento de su población, así como problemas de desarraigo de los emigrantes en los centros de recepción. El impulso de los movimientos migratorios tuvo repercusiones en el urbanismo de las ciudades receptoras, que en general sufrieron un crecimiento desordenado y dominado por la especulación (mala calidad de las construcciones, ausencia de zonas verdes, deficientes servicios sanitarios, proliferación del chabolismo en los suburbios, etc.). En 1961 el Ministerio de la Vivienda estimaba que existía un déficit de un millón de viviendas, problema que trató de paliarse con la construcción de más de tres millones de viviendas entre 1961 y 1971.

Las transformaciones socioeconómicas derivadas del desarrollismo no estuvieron acompañadas de cambios políticos, debido sobre todo a dos circunstancias: la escasa efectividad de la oposición al régimen del general Franco, tanto en el interior como en el exilio, y la inhibición del resto de las democracias occidentales, que aceptaron la integración de España en el ámbito económico internacional a pesar de la consolidación del régimen. En cuanto al primer aspecto, la propia dinámica de crecimiento y la apertura económica hacia el exterior posibilitaron la paulatina configuración de una oposición interna cada vez más fuerte, encabezada por un movimiento obrero independiente y alternativo a la Organización Sindical estatal (constitución de la Alianza Sindical Obrera en 1962, impulso de la creación de Comisiones Obreras –CC.OO.– a partir de 1963, etc.), unido a un combativo movimiento universitario, en especial a partir de la segunda mitad de la década de 1960. A ellos se sumó el sector más progresista de la Iglesia, que inició su alejamiento del régimen después del Concilio Vaticano II (1962-1965). Respecto a la postura adoptada por los países democráticos, éstos se limitaron a presionar sobre la clase dirigente para que realizara una apariencia de liberalización, que las autoridades de la dictadura aplazaron indefinidamente.

Fuente: [J.L.R.]

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