Francisco Rubio Llorente

Francisco Rubio Llorente

Francisco Rubio Llorente, expresidente del Consejo de Estado y exvicepresidente del Tribunal Constitucional (TC) falleció el 23 de enero de 2016 en Madrid a los 85 años, víctima de un infarto. La expresión jurista eminente se queda muy corta en su caso. Pascual Sala, uno de sus sucesores en la presidencia del TC, me decía ayer al conocer la noticia que “era un hombre preparado y listo, una mente preclara”. Lo demostró, desde luego, en todos los puestos institucionales que desempeñó. Su propósito fue siempre el de aportar desde el campo que le era propio, el del derecho, soluciones sin dogmatismos.

Se trata, sin duda, de una habilidad muy necesaria para no convertir los problemas en laberintos. Y el hecho es que Paco Rubio Llorente –que había nacido en Berlanga de San Fernando (Badajoz) en febrero de 1930- tenía la virtud de no liarse nunca con la madeja, de encontrar para todo una respuesta proporcionada y razonable. Aplicó, sin duda, esas capacidades a la interpretación y desarrollo de la Constitución, conociendo a fondo el derecho, pero a la vez atento permanentemente a la evolución de la sociedad.

Su principal virtud fue probablemente ésta, la de no concebir las normas como templos, sino como cauce para la solución de los conflictos. Eso valía también para la propia Constitución, en cuya redacción participó activamente, como secretario general del Congreso entre 1977 y 1979. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se sumó ayer al elogio unánime del mundo político y jurídico afirmando que Rubio Llorente fue “maestro de generaciones enteras de estudiosos del derecho constitucional”. (…)

(En sus conversaciones) siempre surgía, invariablemente, el tema de Catalunya. Con el tiempo, la preocupación creció. Pero no porque viera irresolubles los problemas, sino por la tensión del debate político. Rubio Llorente era persona muy receptiva. Le interesaba la percepción de los demás. Entendía que el derecho no responde sólo a problemas objetivos, sino que para aplicarse con éxito debe comprender la subjetividad de las personas, los colectivos, los pueblos.

En una ocasión, antes de los conflictos más agudos de los últimos tiempos, la conversación derivó hacia la conveniencia o no de exigir el conocimiento del catalán para ocupar plaza de juez en Catalunya. Fue uno de esos casos en que Rubio Llorente, más que hablar, preguntaba. Le manifesté mi convencimiento de que se trataba de un requisito muy necesario, sobre todo para determinadas funciones. Siguió inquiriendo. Y le conté el caso de una pareja que tuvo que celebrar la ceremonia de su casamiento en castellano, porque el juez de su partido no sabía una palabra de catalán. Comprendió el malestar y la queja que eso provocó en los contrayentes, en un acto tan personalísimo, y que el caso no tenía un valor exclusivamente anecdótico.

Más adelante, cuando los problemas se agudizaron, los afrontó en numerosos artículos, muchos de ellos en La Vanguardia. Ya no estaba en el Consejo de Estado, terminado el período de José Luis Rodríguez Zapatero como presidente del Gobierno. Para aquel Ejecutivo socialista Rubio Llorente preparó una monumental obra relativa a las posibles reformas de la Constitución. Un documento relevante, sin duda, pero que quedó para los expertos, sin traducción práctica. El PSOE no tuvo fuerzas ni convicción para emprender el camino de los cambios constitucionales. Con el debate sobre la reforma del Estatut y la imposibilidad de llegar a acuerdos con el PP en esta materia, tuvo suficiente experiencia negativa.

Otro, en su lugar, hubiera encajado mal que el encargo recibido fuera a parar una vez terminado a un fondo de biblioteca. Pero Rubio Llorente aplicaba su carácter comprensivo y socarrón a todos los avatares de la vida. Entendió que quizá no era el momento. Y siguió proponiendo y escribiendo. Una de sus principales aportaciones al debate sobre la cuestión catalana fue la relativa a la posibilidad de celebrar un referéndum en Catalunya, reformando previamente la ley de 1980 que los regula.

Fuente: La Vanguardia, enero 2016

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