Desarrollo Político de la Guerra Civil

Desarrollo Político de la Guerra Civil en España en España

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Guerra Civil española: Desarrollo político de la contienda (Historia)

Si toda guerra reclama prestar atención a los «hechos de armas», necesariamente conviene asimismo atender al entramado político que determinó las actuaciones de cada bando. Mucho más si, situados en el final del conflicto, tenemos en cuenta la agonía de la experiencia republicana y el proceso que se inició de forma inmediata tras el estallido de la guerra y que permitió la implantación de un nuevo Estado dirigido por el general Franco.

Por parte del gobierno republicano, la jefatura pasó sucesivamente de manos del azañista y dirigente de Izquierda Republicana, José Giral (19 de julio de 1936), a Francisco Largo Caballero (5 de septiembre de 1936) y de éste a Juan Negrín (desde el 18 de mayo de 1937 hasta el final de la guerra) —los dos últimos pertenecientes al Partido Socialista Obrero Español (PSOE)—, en lo que bien puede definirse como una pugna entre dos prioridades: desarrollar un proceso revolucionario o apostar por ganar la guerra primero.

Manuel Azaña, presidente de la República, sustituyó el 19 de julio de 1936 al dimitido presidente del gobierno Santiago Casares Quiroga por Diego Martínez Barrio, quien no llegó a jurar el cargo. No obstante, Azaña nombró ese mismo día a José Giral jefe del gabinete. Tan pronto como este último asumió las responsabilidades de gobierno, la autoridad del poder central se descompuso y se crearon numerosos poderes locales de carácter popular y espontáneo que generaron divisiones intensas y supusieron la pérdida de la unidad política e incluso militar en el ámbito republicano.

El debilitamiento de autoridad, al que aludiría el propio Azaña en su obra teatral La velada de Benicarló (1937), y los avances de las fuerzas rebeldes, explican el cambio de Giral por Francisco Largo Caballero (septiembre de 1936), que ejercía su prestigio y autoridad sobre los obreros principalmente desde la dirección de la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato afín al PSOE. Largo Caballero hizo cuanto pudo por controlar la situación revolucionaria y formó un gobierno de concentración con presencia de socialistas, comunistas, una minoría de republicanos y nacionalistas vascos y catalanes. Dos meses después incorporó a militantes de la central obrera anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), cuya fuerza era destacada en Aragón, Cataluña y Valencia. Con todo, el enfrentamiento entre las dos tendencias ya aludidas (revolución o guerra) —y ello pese a que durante el gobierno de Largo Caballero mejoró la coordinación en el Ejército republicano— dio al traste con esta experiencia porque fue incapaz de hacer amainar las disputas entre las principales corrientes políticas de la coalición gubernamental.

En mayo de 1937, Azaña puso las riendas del gobierno en manos de Negrín, que pronto sería acusado (persona contra la que se dirige un procedimiento penal; véase más sobre su significado en el diccionario y compárese con el acusador, público o privado) de estar dominado por los comunistas. Negrín prescindió de inmediato de los anarcosindicalistas y orientó su gestión hacia la victoria militar; la revolución debía esperar. Pero los avatares bélicos desencadenaron una nueva crisis gubernamental en abril de 1938. Desde entonces, Negrín pasó a desempeñar también el cargo de ministro de la Defensa Nacional (anterior Ministerio de la Guerra), que venía ejerciendo el socialista Indalecio Prieto. Los denominados trece puntos de Negrín (nombre por el cual fue conocido el acuerdo propuesto por el presidente del gobierno republicano a las fuerzas franquistas, como base de una posible negociación), promulgados el 1 de mayo de ese año, en un afán por restablecer una democracia consensuada sobre principios alejados del conflicto bélico, no consiguieron recomponer la unidad del Ejército republicano ni sostener el escaso apoyo internacional, debilitado a medida que se retiraban los voluntarios extranjeros que habían formado parte de las Brigadas Internacionales.

El éxito definitivo de la ofensiva franquista sobre Cataluña, a principios de febrero de 1939, impidió que dieran fruto las garantías que el gobierno republicano pedía de cara a la paz: independencia de España y rechazo de cualquier injerencia exterior, que el pueblo pudiera decidir libremente acerca del futuro del régimen, así como garantía de evitar persecuciones y represalias después de la guerra. Estas condiciones propuestas por Negrín en las Cortes reunidas el 1 de febrero de 1939 en Figueras (Girona) no fueron aceptadas por el gobierno de Burgos, que presumía concluir la guerra en breves días. En efecto, la reunión de las Cortes republicanas en Figueras fue la última que tuvo lugar en suelo español. Antes de esa fecha se celebraron reuniones de las Cortes en distintas sedes, dependiendo de las propias circunstancias militares de la contienda. Las primeras tuvieron lugar en Valencia (diciembre de 1936 y febrero y octubre de 1937), en tanto que las postreras se produjeron en distintas zonas del territorio catalán, tales como Montserrat (febrero de 1938), San Cugat del Vallés (septiembre de 1938) y Sabadell (octubre de 1938).

En lo que respecta a la zona sublevada (denominada «nacional» tanto por las propias fuerzas rebeldes como por la historiografía favorable a las mismas), se dictaron paulatinamente medidas políticas al compás de las acciones bélicas, que fueron aplicadas en los territorios ocupados desde el principio y en todos aquellos que se incorporaban tras los éxitos militares rebeldes. La primera y pronta medida adoptada por los insurrectos fue la creación en Burgos de la Junta de Defensa Nacional, el 24 de julio de 1936, que presidió el general Miguel Cabanellas por ser el militar más antiguo e integraron en calidad de vocales los generales Emilio Mola, Fidel Dávila, Andrés Saliquet, Miguel Ponte y los coroneles Fernando Moreno y Federico Montaner.

A finales de septiembre de ese año, la Junta de Defensa Nacional designó a Franco generalísimo de las fuerzas sublevadas (principal jefe militar de las mismas) y jefe del gobierno. Así, el 1 de octubre de 1936 se hizo oficial el acceso de Franco a la jefatura militar y política de quienes se autodenominaban «nacionales», cargos a los que él mismo unió el de jefe del Estado. Esta medida tuvo su complemento en el llamado Decreto de Unificación (19 de abril de 1937), por medio del cual se creó Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (FET y de las JONS), única formación política legal del nuevo régimen —llamado «Movimiento Nacional» por sus partidarios— que fundía los núcleos falangistas y tradicionalistas (carlistas). Esa operación política agudizó las tensiones latentes entre los falangistas desde que, en noviembre de 1936, fuera ajusticiado por los republicanos José Antonio Primo de Rivera, fundador y jefe nacional de Falange Española. El nuevo jefe nacional falangista, Manuel Hedilla, se opuso al decreto unificador, por lo que fue arrestado junto con sus seguidores.

En enero de 1938 se formó el primer gobierno «nacional» presidido por Franco, tras la disolución de la Junta Técnica de Estado, que había sido creada en octubre de 1936 inicialmente como una entidad de apoyo gubernamental a la primigenia Junta de Defensa Nacional. El primer gobierno franquista estuvo compuesto tanto por militares como por figuras civiles falangistas, tradicionalistas y monárquicas. Entre sus miembros cabe destacar a los generales Francisco Gómez Jordana (vicepresidente del gobierno y ministro de Asuntos Exteriores), Severiano Martínez Anido (responsable del Ministerio de Orden Público) y Fidel Dávila (ministro de la Defensa Nacional), al ingeniero naval Juan Antonio Suances (encargado del Ministerio de Industria y Comercio), así como al abogado y cuñado de Franco Ramón Serrano Súñer (ministro de Interior y secretario del Consejo de Ministros), al notario y falangista Raimundo Fernández Cuesta (responsable del Ministerio de Agricultura) y al escritor y político monárquico Pedro Sainz Rodríguez. Asimismo, el 9 de marzo de 1938 se promulgó el Fuero del Trabajo, que acabada la guerra alcanzaría el rango de ley fundamental y, por tanto, entraría a formar parte del peculiar constitucionalismo propio del franquismo.[1]

Inicios

Un golpe parcialmente fallido devenido en guerra

El levantamiento militar comenzó el 17 de julio en el Protectorado de Marruecos y se propagó de inmediato por casi todas las guarniciones peninsulares e insulares de España. Cuatro días después, los militares sublevados habían logrado implantar su dominio indiscutido sobre todas las colonias, una amplia zona del oeste y el centro peninsular (Navarra, Álava, León, Castilla la Vieja, Galicia, la mitad de Aragón y Cáceres), un reducido núcleo andaluz (en torno a Sevilla, Cádiz, Córdoba y Granada) y en las islas Canarias y Baleares, salvo Menorca. Sin embargo, la rebelión había sido aplastada por un pequeño sector del ejército fiel al gobierno, con ayuda de milicias obreras armadas urgentemente, en dos grandes zonas separadas entre sí: la zona centro-sur y este peninsular (incluyendo Madrid, Barcelona y la región catalana, además de Badajoz, la Mancha y el Levante mediterráneo hasta Málaga) y en una estrecha y aislada franja norteña, desde el País Vasco hasta Asturias.

El territorio decantado hacia el gobierno republicano era el más densamente poblado y urbanizado (englobaba a unos 14 millones de habitantes y a las principales ciudades), el más industrializado (incluyendo la siderometalurgia vasca, la minería asturiana y la industria textil y química catalana) y el de menores posibilidades agrarias y alimenticias, exceptuando los productos hortofrutícolas del Levante. Por el contrario, el área en manos de los insurgentes tenía menos población, que era mayormente rural (unos 10 millones); muy débil infraestructura industrial (aunque incluía las minas de pirita de Huelva y las minas de hierro marroquíes); e importantes recursos alimenticios agrarios y ganaderos: más de dos tercios de la producción triguera, la mayor parte de la patata y legumbres y poco más de la mitad del maíz. En el orden financiero, la República tenía ventaja porque controlaba las reservas de oro del Banco de España, cuya movilización serviría como medio de pago de los suministros importados, en tanto que sus enemigos carecían de recursos análogos y solo disponían de sus posibilidades exportadoras para obtener divisas aplicables a las ineludibles compras exteriores.

En términos militares, los sublevados contaban con las bien pertrechadas fuerzas de Marruecos (especialmente el contingente humano de la temible Legión y de las Fuerzas de Regulares Indígenas) y la amplia mayoría de las fuerzas armadas en la propia Península, con una estructura, equipo y cadena de mando intactas y operativas. El gobierno sufrió la defección de más de la mitad del generalato y de casi cuatro quintas partes de la oficialidad, por lo que su defensa quedó en manos de milicias sindicales y populares, improvisadas y a duras penas mandadas y dirigidas por los escasos mandos militares que se mantuvieron leales. No obstante, la República retuvo dos tercios de la pequeña fuerza aérea y algo más de la flota de guerra, cuya marinería se había amotinado contra los oficiales rebeldes y había implantado un bloqueo del estrecho de Gibraltar para evitar el traslado de las decisivas tropas marroquíes al mando de Franco.

En definitiva, aunque habían triunfado ampliamente en la España rural y agraria, el fracaso de los militares sublevados en las partes de España más modernizadas, incluyendo la propia capital del Estado, los obligaba a emprender su conquista mediante verdaderas operaciones bélicas. El golpe militar parcialmente fallido devenía así en una verdadera y cruenta guerra civil. Y, como ningún bando disponía de los medios y el equipo militar necesarios y suficientes para sostener un esfuerzo bélico de envergadura, ambos se dirigieron de inmediato en demanda de ayuda a las potencias europeas más afines a sus postulados, abriendo así la vía al crucial proceso de internacionalización de la contienda.

La evolución política y social en la España republicana

En la España que se mantuvo fiel al gobierno de la República, la extensa defección de sus fuerzas coactivas, unida a la masiva movilización obrera y popular que hizo frente armado a la insurrección, asestó un golpe mortal a las estructuras del Estado, debilitó a las fuerzas burguesas que eran el soporte del programa reformista y creó las condiciones para el desencadenamiento de un proceso revolucionario de morfología y amplitud variables. En otras palabras, el proyecto reaccionario encarnado en el golpe militar no destruyó por completo el reformismo en el poder, pero sí desencadenó en su retaguardia la temida Revolución Social.

La primera manifestación revolucionaria de ese colapso estatal fue la aparición de múltiples juntas y comités autónomos, formados por los sindicatos y partidos de izquierda, que asumieron las funciones de dirección política y administrativa en su respectivo ámbito territorial, a veces con escasa o nula relación con el gobierno republicano y sus impotentes representantes locales. Este gobierno, remodelado y presidido por José Giral desde el día 19 de julio, no tuvo otra salida que arriesgarse a colaborar con los nuevos poderes autónomos en defensa del régimen y contra la reacción militar, a pesar de la amenaza virtual de revolución proletaria y con la esperanza de encauzar el proceso y retomar el control. Paralelamente, la disolución de los restos del ejército y la policía otorgó a las milicias sindicales y partidistas obreras, brazos ejecutivos de las juntas y comités, el monopolio de la fuerza armada y coactiva tanto en el frente de combate como en la retaguardia. Ambos procesos políticos y militares hicieron posible un movimiento general de expropiaciones, colectivizaciones e imposición del control obrero en las actividades económicas, que tuvo su mayor desarrollo en zonas de predominio anarquista (sobre todo en Cataluña) y fue muy reducido en el País Vasco, donde el PNV, de orientación democristiana, se alineó con la República por su promesa cumplida de concesión de la autonomía. Completando el cuadro de signos que delataba la quiebra básica de las funciones del Estado, surgió otro fenómeno social inequívocamente revolucionario: la represión incontrolada del enemigo de clase (básicamente, militares, sacerdotes y civiles burgueses y derechistas), auténtico parámetro de la incapacidad del gobierno para imponerse a los acontecimientos durante los primeros meses del conflicto. El saldo final de esa represión, primero inorgánica mediante «paseos» y luego encauzada mediante tribunales populares, llegaría a totalizar entre 55.000 y 60.000 víctimas mortales, entre ellas más de 6.800 religiosos y 2.670 militares.

La dinámica política en la zona gubernamental estuvo determinada desde el principio por la posición adoptada por cada partido y sindicato ante esas transformaciones revolucionarias. Las diferentes percepciones sobre la relación existente entre la guerra en el frente y la revolución en la retaguardia constituyeron la raíz de la falta de unidad de acción que lastró la defensa de la República. Y esas profundas diferencias sobre el binomio guerra/revolución hicieron sumamente difícil a las autoridades republicanas la resolución de los tres grandes problemas inducidos por la guerra en aquella coyuntura: en primer lugar, reconstruir un ejército regular con mando centralizado y suministros constantes para hacer frente al enemigo; en segundo lugar, reconfigurar el aparato del Estado para hacer un uso eficaz de todos los recursos internos, humanos y materiales, en beneficio del esfuerzo bélico; y, en tercer lugar, articular unos fines de guerra justificativos del derramamiento de sangre y compartidos por la gran mayoría de la población civil y de las fuerzas sociopolíticas contrarias a la reacción militar en curso.

El potente movimiento anarcosindicalista, el minoritario comunismo heterodoxo (el POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista, un grupo filotrotskista de implantación catalana) y la mayoría del ala caballerista de la UGT sostuvieron la necesidad de preservar o profundizar el proceso revolucionario como requisito para asegurar el apoyo obrero y jornalero y obtener la victoria militar sobre los insurrectos. En esencia, para ellos el combate contra las tropas rebeldes tenía como propósito la lucha por la revolución social y no la defensa de la república democrática. Por eso se resistieron tenazmente a disolver las milicias en un nuevo ejército regular y a otras medidas políticas o económicas que suponían la recomposición de la autoridad estatal centralizada en perjuicio de los poderes autónomos y la limitación del proceso revolucionario.

Sin embargo, la gran debilidad de la revolución española del verano de 1936 estribaba en dos obstáculos igualmente insuperables. Por un lado, el contexto internacional hostil en el que se desenvolvía una revolución que no era una mera fiesta popular antiestatista y antimilitarista, sino que estaba embarcada en una guerra total y a muerte contra un enemigo poderoso, dotado de un ejército regular eficaz y bien abastecido por grandes potencias extranjeras. Por otro, el hecho de que su continuidad destruía la expectativa de una alianza eficaz entre la clase obrera y las fracciones reformistas de las pequeñas y medianas burguesías enfrentadas también a la reacción militar alentada por los grupos dominantes tradicionales. En efecto, aunque la insurrección militar reaccionaria había sido el detonante del proceso revolucionario allí donde no triunfó, la revolución era a su vez incapaz de hacer frente a la guerra con plenas garantías de éxito. En función de este hecho, a la par del proceso revolucionario fue fraguándose el pacto social y político entre el republicanismo burgués —marginado por la crisis bélica—, el socialismo prietista y el comunismo ortodoxo (a tono con las prédicas de moderación dictadas desde Moscú), con el propósito de restituir al Estado las funciones perdidas, rechazando o restringiendo los cambios incompatibles con el proyecto original reformista, democrático e interclasista.

El muy adverso curso militar de la contienda a lo largo del verano de 1936 incidiría de modo determinante sobre esa ardua polémica y propiciaría el cambio de actitud de la izquierda socialista y de sectores mayoritarios del anarquismo que, a partir del otoño, cooperarían con los otros grupos en el freno a la revolución. De hecho, a partir de septiembre se constituiría una nueva coalición gubernamental, presidida por Largo Caballero y con presencia ministerial de todas las fuerzas sociopolíticas: seis ministros socialistas (tres prietistas y tres largocaballeristas), cinco republicanos (incluyendo un nacionalista catalán y otro vasco), dos comunistas e incluso cuatro anarquistas (desde principios de noviembre). Su constitución representaba una especie de pacto de emergencia antifascista hegemonizado por los dos grandes sindicatos, la UGT y la CNT, y su difícil objetivo era evitar la inminencia de la derrota y tratar de frenar el meteórico avance del enemigo con el casi exclusivo apoyo militar de la Unión Soviética.

El gobierno frentepopulista de Largo Caballero consiguió éxitos notables en su labor (defensa de Madrid, militarización de las milicias, ayuda soviética), pero estuvo lastrado por las vivas diferencias entre partidarios de la revolución social y partidarios del reformismo democrático. El punto álgido de ese conflicto latente se manifestó durante los sangrientos Sucesos de Mayo de 1937 en Barcelona, cuando las fuerzas de seguridad republicanas aplastaron una insurrección anarquista y poumista y desmantelaron los restos de la preponderancia de la CNT en la capital catalana. La crisis precipitaría la caída de Largo Caballero y abriría la vía a la formación de un nuevo gobierno frentepopulista, integrado exclusivamente por partidos políticos, desde los republicanos y el PSOE hasta el PCE, ERC y el PNV. Dicho gobierno, presidido por el doctor Juan Negrín (socialista prietista y exministro de Hacienda en el anterior gabinete), se despojaría ya de toda concesión a los postulados revolucionarios, aunque sufriría la tensión derivada de la creciente voluntad del PCE de implantar su hegemonía política en el mismo. La contradicción latente entre ambas dinámicas sería certeramente apuntada por un abrumado Azaña por aquellas fechas: «De nada sirve que el Presidente de la República hable de democracia y liberalismo, si al propio tiempo las películas que nuestra propaganda hace exhibir en los cines acaban siempre con los retratos de Lenin y de Stalin».

A pesar de esas servidumbres y carencias, desde entonces y hasta el final de la guerra los gobiernos de la República presididos por Negrín (sin apoyo de PNV y ERC desde el verano de 1938) se batirían denodadamente por edificar una alternativa política democrática y socialmente progresista que fuera capaz de concitar la adhesión unánime de su población civil y de atraer el apoyo de las potencias democráticas occidentales para salvarse del asalto militar enemigo. Sin embargo, el persistente aislamiento internacional, las continuas derrotas militares y el agotamiento de la población civil por las privaciones materiales acabaron por socavar esa estrategia y causaron la amarga división que llevaría al desplome interno del bando republicano. No en vano, en un contexto de profunda hostilidad entre el PCE y los restantes grupos políticos y sindicales, tras la ocupación de Cataluña a mediados de febrero de 1939 el gobierno del doctor Negrín sería derrocado por un golpe militar presidido por el coronel Casado. Apenas un mes más tarde, el llamado Consejo de Defensa Nacional deponía las armas sin condiciones y otorgaba la victoria absoluta a sus enemigos.

La evolución social y política en la España sublevada

En las zonas de España en las que la sublevación militar logró sus objetivos entre el 17 y el 20 de julio de 1936, el poder y la autoridad quedaron en manos de la cadena de mando del ejército alzado, con arreglo a la preceptiva declaración del estado de guerra y previa depuración de elementos hostiles o indecisos en sus propias filas. La implacable militarización registrada en esas zonas se tradujo en la destitución, el encarcelamiento y el frecuente fusilamiento de las autoridades civiles nombradas por el gobierno republicano, así como en la detención o simple eliminación física de los dirigentes sindicales y partidistas afines al republicanismo reformista y a la izquierda obrera y jornalera. No cabe duda de que, si el fenómeno de la militarización hubiera sido general en todo el país, se habría asistido a una repetición, mutatis mutandis y más o menos cruenta, del pronunciamiento encabezado por el general Primo de Rivera en 1923. Sin embargo, esta vez la operación no fue la tarea unánime de la corporación militar en su conjunto y tenía frente a ella la oposición decidida (y muy pronto armada) de un movimiento obrero bien organizado y muy concienciado políticamente.

Como resultado de los éxitos y fracasos del golpe militar, surgieron casi de inmediato tres núcleos geográficos aislados, que estaban bajo el control respectivo de un destacado jefe militar: el general Mola, en Pamplona, era la autoridad máxima en la zona centro-occidental de la Península; el general Gonzalo Queipo de Llano, en Sevilla, estaba al frente del reducto andaluz; y el general Franco, en Tetuán, se había puesto al mando de las tropas de Marruecos. Los generales Fanjul y Goded habían fracasado en su tentativa de controlar Madrid y Barcelona, respectivamente, y serían muy pronto fusilados por decisión de los tribunales de la República. Por su parte, el prestigioso general José Sanjurjo, que debía ponerse al frente de la sublevación al regresar de su exilio portugués, perdería la vida en accidente aéreo el día 20. Esta muerte inesperada dejó sin cabeza reconocida la rebelión en curso, lo que acentuó los problemas derivados de la indefinición política de la misma.
Efectivamente, los militares sublevados carecían de alternativa política explícita y unánime sobre la forma de Estado.

Autor: Enrique Mora/diellos

Recursos

Notas y Referencias

  1. Información sobre guerra civil española desarrollo politica de la contienda de la Enciclopedia Encarta

Véase También

Consideraciones Jurídicas y/o Políticas en relación a Guerra Civil española Desarrollo politica de la contienda

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