Guerra

Guerra en España en España

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Guerra

Para más información sobre Guerra puede acudirse a la Enciclopedia jurídica general.

Concepto de Guerra

El tratamiento que da el Diccionario Jurídico Elemental de Guillermo Cabanellas de Torres sobre Guerra es el siguiente:

En sentido amplio, toda disidencia o pugna entre personas o grupos. | Oposición violenta. | En sentido propiamente militar, la Academia Española dice que es desavenencia y rompimiento de paz entre dos potencias. Para Gracia es «la situación de aquellos que procuran ventilar sus diferencias por la vía de fuerza» y para Bello es «vindicación de nuestras derechos por la fuerza».

España durante la Segunda Guerra Mundial

(El período 1931-1959) se inicia y termina a una distancia cronológica similar —menos de tres lustros— del final de ambas guerras mundiales: acontecimientos referenciales de la historia del siglo XX en los que España no participó de forma relevante, pero cuyas repercusiones determinaron la trayectoria del país durante el resto de la centuria. (…)

Algunos autores contemplan el decurso del siglo XIX español, al igual que el de otros países de Europa del sur, como una larga guerra civil que fue librada, de forma discontinua pero persistente, por las alternativas revolucionarias y contrarrevolucionarias al proceso de construcción del Estado liberal, en la que se alternaron periodos de combate abierto con etapas de tranquilidad más aparente que real. De estas confrontaciones se ha dado cumplida cuenta en el primer volumen. Ciertamente podría decirse algo parecido de nuestro siglo XX, que, en su primera mitad, tuvo en el hecho bélico (preferentemente nacional, como también lo fueron en gran parte los conflictos coloniales que jalonaron el periodo) uno de sus rasgos definitorios. Resulta ocioso señalar a la Guerra Civil de 1936 a 1939 como el acontecimiento histórico nodal de nuestra historia contemporánea, pero tal aseveración obliga a una reflexión preliminar sobre su significado histórico profundo.

A pesar de la teórica neutralidad que España mantuvo en los grandes conflictos internacionales de la pasada centuria, el país vivió las secuelas de la I y la II Guerra Mundial sumido en el tercer ciclo bélico de su historia contemporánea, tras la etapa de conflictos revolucionarios de carácter nacionalista que tuvo lugar entre 1793 y 1840 y la etapa de querellas imperialistas, que, iniciada entre 1859 y 1860, se prolongó hasta el Desastre de 1898.

Ahora que la historiografía española está abandonando la mitología de la excepcionalidad y aborda con paso firme la reflexión comparativa, se ha de recalcar que ninguna de estas conflagraciones puede estudiarse aislada de las experiencias bélicas anteriores, ni marginada de los grandes conflictos europeos de la época, fueran estos de carácter revolucionario, colonial o internacional. No cabe duda de que, en ese periodo de turbulencias que transcurre de 1909 a 1949, España se vio inmersa en un nuevo ciclo bélico que, sin abandonar del todo la caracterización de los dos anteriores, tuvo en su momento culminante una factura predominantemente social. Este ciclo se inició con el conflicto colonial en el norte de Marruecos (1909-1927), continuó con una atroz guerra civil (1936-1939) y culminó en una posguerra ficticia, jalonada de expediciones militares en el contexto de la II Guerra Mundial (el envío de la División Azul al frente oriental entre octubre de 1941 y noviembre de 1943) y de un prolongado conflicto insurgente como fue el «maquis»: secuela de la Guerra Civil, pero cuya fase culminante acaece entre octubre de 1944 y octubre de 1948. El ciclo se cierra en realidad una década más tarde, con el epílogo sangriento de la descolonización de Marruecos, que supuso «la última guerra de África» en Ifni y el Sahara; un conflicto olvidado que fue cuidadosamente ocultado por el franquismo a una opinión pública todavía sensibilizada por el recuerdo de la desastrosa Guerra del Rif.

Aunque la peculiar fisonomía belicista del periodo histórico que nos ocupa entremezcla querellas nacionales y foráneas, la Guerra Civil se mantiene como punto de referencia en el análisis de una crisis global —de Estado, de sociedad, de cultura— que, por sus evidentes implicaciones ideológicas, aún se debate si retrotraer al conjunto de la época contemporánea (en este caso, se responsabiliza de la catástrofe al proceso de modernización liberal-capitalista), al primer tercio del siglo XX (la causa del mal sería la crisis del parlamentarismo liberal de la Restauración), a los años treinta (la crisis de las democracias representada en la Segunda República) o incluso a 1936 (en concreto, la frustración de la experiencia política del Frente Popular). La opción preferente de los autores del presente libro se inclina por una explicación intermedia que tenga presente el agotamiento de las experiencias políticas, sociales y culturales surgidas de las revoluciones burguesas decimonónicas, que fueron dominantes en el mundo occidental hasta la Gran Guerra, pero que sitúe la línea de falla en la primera posguerra mundial y, específicamente, en la coyuntura revolucionaria (operativa también para España) de 1917, con su momento álgido de confrontación en los años finales de la década de 1930 y los iniciales de la de 1940. En esta «crisis de entreguerras», el «caso» español no fue una excepción, sino la manifestación a escala nacional de una crisis global del capitalismo que, al igual que en el resto de Europa, enfrentó a la democracia liberal con las dos grandes alternativas de la época: la involución autoritaria, cuya deriva paroxística fue el fascismo, y la revolución socialista, proyectada en su extremo hacia el comunismo soviético. En España —sumida también en esta querella ideológica— se dieron en esos años de entreguerras todas las causas originarias de los comportamientos violentos que estaban presentes en el conjunto del continente y la casi totalidad de sus formas e instrumentos de actuación, principalmente en el insurreccionalismo (militar o no) sobre otros fenómenos subversivos, como la paramilitarización o el terrorismo. Lo llamativo fue, sin embargo, que un país de Europa Occidental resolviera el conflicto inherente a la crisis del parlamentarismo liberal clásico a través de la solución límite que supone un enfrentamiento armado intenso en forma de guerra civil.

Bien es cierto que esta anomalía no puede entenderse como una excepción. El enfrentamiento fratricida español puede enmarcarse como una fase concreta de ese proceso de «guerra civil europea» que, en su simplificación extrema, enfrentó a democracia, fascismo y comunismo. Fue el episodio quizá más notorio de una serie de conflagraciones intestinas que arrancó del desmoronamiento de los viejos imperios en 1918 (las guerras finlandesa, rusa e irlandesa), continuó con las vinculadas al apogeo y derrumbe de los fascismos (las guerras española y griega, además de las no declaradas oficialmente y que enfrentaron a fascistas y antifascistas en los procesos de resistencia a la ocupación y la ulterior depuración de colaboracionistas) y finalizó con las secuelas del fin del comunismo (las guerras de la antigua Yugoslavia de 1991 a 1999). Sin embargo, el conflicto español se diferenció del resto por su intensidad relativa (que puede calcularse en la tasa de víctimas por habitante) y por la persistencia de la violencia mucho después de la finalización del conflicto armado convencional. Estas particularidades de la conflagración de 1936 a 1939 hacen necesaria una explicación que incorpore elementos propios de la evolución histórica del país en los 20 años anteriores a la guerra.

No cabe duda de que la I Guerra Mundial abrió en España las puertas a un intenso y extenso ciclo reivindicativo (obrero, campesino, militar, nacionalista, democratizador) que el pronunciamiento de septiembre de 1923 trató de yugular, acabando con un largo periodo de abstención en el uso de la violencia para lograr objetivos políticos. El mal ejemplo dado por Primo de Rivera erosionó de forma irreversible la adhesión social al régimen monárquico y legitimó los intercambios políticos por medio de la fuerza. El desprestigio de la monarquía y la apertura de una auténtica situación prerrevolucionaria a fines de los años veinte resultaron decisivos en la forja de una concepción verdaderamente «orgánica» de la violencia como factor que debía ser tenido en cuenta en las tácticas políticas enfocadas hacia planteamientos subversivos, insurreccionales y de lucha armada. El fin de la dictadura a inicios de 1930 abrió una etapa completamente nueva: el pacto implícito para la autolimitación de la violencia política saltó hecho añicos, puesto que ya no se discutía el retorno a la normalidad constitucional, sino la misma supervivencia del régimen monárquico y la implantación de una legalidad sin deuda alguna con el pasado. El conato revolucionario de diciembre de 1930 marcó la pauta para un desarrollo mucho más metódico y despiadado de las luchas políticas, que iba a ser la cruz con la que tuvo que cargar el régimen republicano desde el primer momento.

A diferencia del carácter predominantemente sociolaboral de los conflictos violentos del periodo de 1909 a 1923, los enfrentamientos de los siguientes tres lustros tuvieron un sesgo eminentemente sociopolítico, ya que fueron dirigidos en buena parte al derrocamiento o a la transformación radical de los distintos regímenes que se fueron sucediendo. Otro rasgo de la violencia colectiva en esta etapa fue su carácter universalmente compartido. En uno u otro momento, casi todas las fuerzas políticas (nacionalistas vascos y catalanes, republicanos, anarcosindicalistas, comunistas, socialistas, carlistas, católicos e incluso figuras del Ancien Régime monárquico, apoyados en buena medida por la oficialidad de un ejército intensamente politizado y polarizado) se vieron tentadas de recurrir a la clandestinidad como modo de acción y de utilizar la fuerza como medio de ejecución de sus proyectos políticos, ya fueran reformistas, revolucionarios o contrarrevolucionarios.

Sin embargo, a la hora de dirimir el conflicto de dominación planteado durante la crisis de los años treinta, ninguna de las fuerzas político-sociales fue capaz de alcanzar una eficaz instrumentación de la violencia al servicio de un modelo político alternativo al marco democrático entonces vigente, debido a la carencia de proyectos históricos unitarios para la revolución o la contrarrevolución, a la falta de una alternativa plausible al sistema de relaciones sociales del capitalismo vertido en la democracia parlamentaria republicana y a la ausencia de un instrumento ejecutivo o un apoyo social suficiente para proceder a la conquista del poder por medio de la fuerza. Al final, este «equilibrio de las incapacidades» para la subversión violenta, que evidenciaron tanto los sectores revolucionarios (ejemplificado en el seno del proletariado en la división estratégica planteada entre el anarquismo, el bolchevismo y el parlamentarismo reformista) como los contrarrevolucionarios (cuyo incompetente acoso al reformismo republicano quedó de manifiesto en su fracaso en impulsar una movilización de masas en sentido fascista) fue zanjado por el golpismo militar que, al fracasar parcialmente en la segunda mitad de julio de 1936, despeñó al país hacia la sima de la guerra civil.

La consecuencia inesperada de la incapacidad que mostraron las alternativas planteadas sobre el tapete político para imponerse por vías pacíficas o de hecho fue la adopción de un modo arcaico (por ser extremadamente costoso) de resolución del conflicto sociopolítico: una guerra civil. Sin embargo, como puede constatarse en el tipo de violencia desplegada (evidente en el carácter reivindicativo y no revolucionario de las agitaciones campesinas desarrolladas durante el Frente Popular o en el fuerte contraste existente entre la violencia paramilitar de preguerra y la genuinamente militar y represiva de la guerra), el conflicto que tuvo lugar de 1936 a 1939 demostró una conexión bastante tenue con las confrontaciones armadas del periodo de entreguerras y más bien implicó una radical ruptura con las mismas. La violencia a gran escala la iniciaron los sublevados al alzarse contra el régimen republicano y provocar una división de los instrumentos de seguridad estatal, que degeneró en un peligroso vacío de poder. Este se tradujo a su vez en una pérdida del monopolio de la coerción y abrió el camino a la revolución y a la violencia colectiva. Por tanto, la violencia no fue la causa, sino la consecuencia, manifestación y efecto de un golpe de Estado que, al frustrar sus expectativas de conquista inmediata al poder, degeneró en esa forma límite de resolución de conflictos por vía armada que fue la Guerra Civil.

Paradójicamente, la propia dinámica interna del enfrentamiento armado de 1936 a 1939, no menos complejo en sus diversas líneas de fractura (contencioso de alcance internacional, conflicto sociopolítico entre reforma/revolución y contrarrevolución, conflicto cultural en torno a valores como la fe o la ciudadanía o punto de ruptura entre el nacionalismo español centralista y los nacionalismos periféricos), coadyuvó a la reagrupación en dos bandos de los múltiples conflictos planteados con anterioridad. La inaudita oleada de violencia represiva que el fracaso parcial del golpe de Estado de julio generó en ambas zonas no tuvo parangón con otras conmociones políticas de épocas pasadas y demostró un carácter fundacional, por cuanto hizo del conjunto del orden político existente una duradera tabla rasa. Fue entonces cuando la violencia como instrumento ocasional de acción política dejó paso a la violencia coactiva de largo alcance vinculada a la revolución y la contrarrevolución. En este análisis secuencial, el franquismo adquirió contornos específicos en la historia de la violencia política española, al imponer una violencia absoluta, basada en la destrucción física y moral de los vencidos en un sistema de terror oficial que caracterizó la dictadura hasta su etapa postrera. La segunda dictadura del siglo XX español puede ser interpretada sin ambages como un estado de excepción permanente, un fenómeno global de opresión social, pseudo-juridicidad y persecución política que resultaba inherente a la naturaleza del régimen, cuyo carácter de coacción extrema no cambió con los años, aunque sí su instrumentalización a partir de la etapa desarrollista de los años sesenta. Durante esta década, la «juridificación» de la represión corrió paralela al tránsito de las estrategias de subversión armada, desde la resistencia guerrillera de la segunda mitad de los años cuarenta (el «maquis») hasta el terrorismo separatista de ETA desde fines de los sesenta o hasta la guerrilla urbana del FRAP o los GRAPO a mediados de los setenta.

Autor: Eduardo /González

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