Historia de Hispania

Historia de Hispania

Historia de Hispania bajo Roma

Nota: información antecedente y posterior al período descrito en esta entrada se haya en la entrada sobre Hispania.

El control romano de Grecia y del mundo heleno originó en Roma una radical transformación económica, social, política y cultural, que posteriormente se extendió a todos sus dominios. Hasta 197 a.C., se sucedieron los mandatos extraordinarios en las dos áreas peninsulares controladas por el ejército romano, a las que se denominó Hispania Citerior e Hispania Ulterior, en función de su cercanía o lejanía con respecto a Roma. Ese año, según Tito Livio (XXXII, 27, 6), se incrementó el número de pretores anuales de cuatro a seis, para disponer así de dos nuevos magistrados que se encargasen del gobierno de las dos Hispanias, que fueron dotadas de una administración (v.) estructurada y a las que se asignó la categoría de provincia, ya con una clara intención de permanencia. Cayo Sempronio Tuditano y Marco Helvio, los primeros pretores con poder proconsular enviados a Hispania (197 a.C.), recibieron el encargo de delimitar las fronteras entre ambas provincias. En Hispania Citerior quedó integrada casi totalmente la actual Comunidad Autónoma de Cataluña, el valle medio del Ebro y la costa levantina hasta Baria (Villaricos, Cuevas del Almanzora, Almería); la Hispania Ulterior la constituyeron las áreas de la actual Comunidad Autónoma de Andalucía ubicadas al S. de la sierra de Alcaraz (Albacete) y de los montes de Úbeda y Linares (Jaén). Aunque los límites interprovinciales quedaron establecidos, no existieron líneas de demarcación hacia el interior, que surgieron conforme se extendía el dominio romano.

Las capitales provinciales, no fijadas, se situaban donde se encontraban los gobernadores. Éstos, cuyo poder no era colegiado, eran elegidos en comitia centuriata y poseían mando sobre una legión. Controlaban a los prefectos, delegados suyos en asuntos militares, judiciales o jurídicos, y, en caso de ausencia, eran substituidos por los cuestores. Eran los encargados de fundar colonias, imponer tributos, conceder la ciudadanía y acuñar moneda. Para limitar las iniciativas personales ajenas al control estatal e impedir arbitrariedades, el Senado terminó con la excepción dominante durante la II Guerra Púnica y estableció la anualidad de los mandatos. Esta medida, sin embargo, provocó la inexistencia de un gobierno efectivo, ya que los gobernadores no podían informarse y dictar medidas eficaces en ese periodo de tiempo y, en su mayor parte, utilizaron su autoridad en beneficio propio, muchas veces con la anuencia de la oligarquía senatorial.

En 195 a.C., para reprimir las múltiples sublevaciones locales, se adjudicó el mando militar a uno de los dos cónsules; Marco Porcio Catón –sin dejar de enviar a los correspondientes pretores anuales–, fue enviado a Hispania, sometió a varios pueblos rebeldes de la Citerior y de la Ulterior y dirigió diversas incursiones en el interior de la Península, que reportaron, tanto a él como al erario público, cuantiosos beneficios. Entre 195 a.C. y 178 a.C., los romanos ocuparon los bordes de la Meseta con objeto de crear una franja de protección desde la que dirigir la defensa de las tierras de los valles del Guadalquivir y del Ebro y del Levante peninsular, más avanzadas gracias a sus contactos con fenicios, cartagineses y griegos. Sin tener en cuenta sus necesidades, sus regímenes sociales y sus estructuras económicas intentaron someter militarmente a los pobladores no afectos al dominio romano. Las luchas internas entre los pueblos indígenas facilitaron su conquista, pero la inexistencia de estados estructurados impidió que el proceso fuera rápido. El avance no fue planificado ni coordinado y estuvo supeditado a las iniciativas personales de los gobernadores. Los territorios ocupados pasaron a una u otra provincia en función del pretor que los conquistase. En la Ulterior, las barreras geográficas determinaron las líneas de expansión. La primera fue establecida en el río Betis (Guadalquivir), donde se pactó con comunidades locales y se establecieron campamentos militares (Castra Calpurnia y Castra Gemina).

Más tarde, en coordinación con Lucio Postumio Albino, Tiberio Sempronio Graco llevó la frontera hasta el río Anas (Guadiana, 179 a.C.). En la Hispania Citerior, al no existir barreras naturales, no fue posible establecer líneas de fortificación. La principal preocupación romana se centró en el control del valle medio del Ebro y del valle del Jalón, ejes de acceso a la Meseta, ya sometidos por Catón. Tiberio Sempronio Graco fundó la primera población de origen romano de la zona, Gracurris (Alfaro, La Rioja, 180-179 a.C.), sobre un poblado indígena. Consciente de las condiciones socioeconómicas y demográficas de los pueblos meseteños, Graco buscó su estabilidad política mediante un reparto más equitativo de la propiedad y distintos acuerdos de paz que comprometieron a ambas partes durante aproximadamente veinticinco años. Estos tratados, no continuados por los gobernadores posteriores, fueron insuficientes para evitar las continuas rebeliones de lusitanos y celtíberos, que amenazaban respectivamente las fronteras citeriores y ulteriores. A la inestabilidad social y económica se sumaron la inexperiencia administrativa en el gobierno provincial y las continuas represiones y expolios dirigidos por las autoridades romanas, con la aspiración de incrementar su hacienda personal o de obtener el prestigio necesario para impulsar su carrera política en la metrópoli. Las constantes arbitrariedades hicieron que los hispanos enviaran a Roma (171 a.C.) una delegación con la misión de dar cuenta de la codicia de los magistrados.

El Senado ofreció garantías de que no se repetirían los abusos y dictó una serie de medidas que resultaron ineficaces; en consecuencia, se sucedieron los enfrentamientos entre romanos y lusitanos (155-137 a.C.) y entre romanos y celtíberos (154-133 a.C.), en los que se vieron envueltos otros pueblos de la Meseta N., como vettones y vacceos, durante las Guerras Celtibéricas (v.). La promulgación de la Lex Calpurnia de repetundis (149 a.C.), que originó la creación de tribunales estables, con competencias en los procesos de extorsión a los provinciales, había intentado racionalizar el gobierno de Hispania, pero una vez concluida la guerra fue necesaria una reorganización administrativa. Una comisión senatorial de diez miembros, de la que se desconoce su labor y sus ámbitos de competencia, fue enviada a la Península. Esta delegación, por los datos que se tienen de otras contemporáneas activas en Oriente, debió de gestionar las parcelas anexionadas como ager publicus, iniciar una redistribución de tierras entre los pueblos partidarios de la dominación romana, reordenar las obligaciones tributarias y fijar las fronteras provinciales. En los años siguientes a la conclusión de las guerras en Lusitania y Celtiberia, sólo se produjeron dos acontecimientos históricos relevantes en Hispania, la conquista de las Islas Baleares, dirigida por Quinto Cecilio Metelo Baleárico (121 a.C.), y la incursión de los cimbrios, que fueron rechazados por guerreros celtíberos (104 a.C.). La romanización, que ya era intensa en las áreas ocupadas durante los últimos años del s. III y la primera mitad del II a.C., se extendió progresivamente y produjo la plena integración de Hispania en el mundo romano (v. romanización).

Si en una primera etapa su aporte económico y humano fue decisivo en el proceso expansionista romano, así como concluyente resultó la exportación a otras provincias extrapeninsulares de instituciones experimentadas previamente en territorio hispano, durante las sucesivas crisis y guerras civiles que tuvieron lugar en el s. I a.C. y que culminaron con el final de la República y la instauración de un régimen imperial, Hispania se convirtió en centro de decisión del destino político de Roma, y los hispanos determinaron la elección de los sucesivos candidatos al poder. Al iniciarse los conflictos entre el partido nobiliar, dirigido por Lucio Cornelio Sila, y el popular, por Cayo Mario, el territorio hispano pasó a ser un campo de refugiados, entre los que se encontraba Quinto Sertorio. Apoyado por clientes y partidarios políticos, se unió a distintos colectivos lusitanos, celtíberos y vacceos, descontentos con la administración romana, y organizó en Hispania un Senado paralelo al activo en Roma (h. 80 a.C.). Cneo Pompeyo Magno, enviado desde Italia con amplios recursos, superó militarmente a los ejércitos sertorianos y consiguió, mediante traición, que se diera muerte al cabecilla rebelde (72 a.C.).

Esta guerra civil impulsó la romanización de la Meseta N., aumentó el número de habitantes de origen itálico residentes en Hispania, ya que muchos refugiados no pudieron regresar a sus lugares de procedencia al acabar el conflicto, y, además, a aquellos hispanos que lucharon contra Sertorio les fue concedida la ciudadanía o bien beneficios materiales, como repartos de tierra o fijación favorable de fronteras. De esta forma Pompeyo quedó vinculado a una amplia clientela hispana, fundamentalmente en la Citerior, cuya influencia intentó contrarrestar Julio César, su adversario político, durante el ejercicio de sus cargos como cuestor (69 a.C.) y propretor (61 a.C.) en la Ulterior. En la conferencia de Lucca (56 a.C.), Pompeyo, César y Craso formaron el primer triunvirato y se distribuyeron el gobierno provincial. A Pompeyo le fueron asignadas las dos provincias de Hispania, donde acumuló un poderoso ejército. Cuando estalló la guerra civil entre César y Pompeyo (49 a.C.), la primera decisión adoptada por César fue la desarticulación de las tropas pompeyanas activas en la Península.

En la batalla de Ilerda (Lleida, 49 a.C.) fueron derrotados Petreyo, Afranio y Varrón, legados de Pompeyo. Los hijos de éste, Cneo y Sexto Pompeyo, mantuvieron activos focos de rebeldía, hasta ser vencidos en una llanura próxima a Munda (Montilla, Córdoba, 45 a.C.). Durante su mandato, César inició en Hispania una profunda transformación política y social que culminó, tras su asesinato (44 a.C.), su heredero político, Octavio Augusto. En busca de fidelidad y clientela, concedió el estatuto de municipio a numerosas poblaciones, principalmente en la Ulterior, donde había discurrido la guerra, y fundó diversas colonias con veteranos de su ejército en las tierras expropiadas a los pompeyanos. Favoreció a los indígenas que le habían sido fieles, a muchos de los cuales hizo ciudadanos romanos, e integró en las instituciones republicanas a miembros de elites locales, como Lucio Cornelio Balbo el Mayor, quien posteriormente se convirtió en el primer cónsul de Roma de origen provincial (40 a.C.), y al sobrino de éste, Lucio Cornelio Balbo el Menor, también cónsul (32 a.C.) y primer no itálico que recibió los honores del triunfo (19 a.C.). Todo ello se enmarcó en una política general, aplicada en todos los territorios bajo dominación romana, tendente a resolver los problemas económicos, sociales e institucionales que había engendrado la crisis del Estado republicano.

En 27 a.C., tras obtener el poder absoluto en Roma, Octavio Augusto dirigió una reforma administrativa cuya principal innovación fue el reparto de competencias entre el emperador y el Senado en el gobierno provincial. Las provincias senatoriales, pacificadas definitivamente y en una situación de romanización avanzada, que hacía innecesaria la presencia de un ejército, siguieron regidas por los principios de época republicana. Las restantes fueron remitidas a la administración directa del emperador, y gobernadas por legados con mando militar designados por él mismo. Con objeto de afianzar su prestigio personal en Roma, donde aún persistían las secuelas de la guerra civil, y organizar un sistema defensivo que permitiera el establecimiento definitivo de la paz en Hispania, Augusto se desplazó a la Península Ibérica a finales de 26 a.C. para dirigir las acciones militares emprendidas contra los pueblos del N. peninsular, los únicos que no estaban bajo control romano.

Los territorios hispanos, que no presentaban una estructura económica y social unitaria ni grado homogéneo de romanización, fueron reorganizados durante las Guerras Cántabras (29-16 a.C.; v.). Hispania Citerior se transformó en Tarraconensis, con capital en Tarraco y administrada por el emperador; Hispania Ulterior se dividió en Baetica, con capital en Corduba y regida por el Senado, y Lusitania, cuya capitalidad se estableció en Emerita Augusta (Mérida, Badajoz), bajo el control del emperador. Más tarde, en 19 a.C., tras la pacificación del territorio, Gallaecia y Asturia pasaron a formar parte de Lusitania, y Cantabria quedó asignada a Tarraconensis. Otra medida fue, durante la tercera visita de Augusto a Hispania (16-13 a.C.), la institucionalización de los conventus iuridici, subdivisiones administrativas de las provincias, que descentralizaron diversas competencias judiciales, religiosas y fiscales, y respetaron las áreas de influencia de las comunidades indígenas. Antes del cambio de Era, el Saltus Tugiensis y el Saltus Castulonensis, territorios que se extendían entre el nacimiento del Guadalquivir y el Mediterráneo, pasaron a ser administrados por el gobernador de la Tarraconensis, único con mando sobre tropas regulares. De este modo, las zonas mineras y las áreas proclives a sublevaciones quedaron sometidas a un único gobierno.

Una vez obtenido el control absoluto de la Península Ibérica e iniciada la Pax Augusta, Augusto continuó la transformación institucional iniciada por Julio César. Consumó el proceso de integración de los órganos provinciales romanizados en los gubernativos y potenció el desarrollo administrativo local, de acuerdo con modelos romanos. Hizo extensivos los privilegios jurídicos que disfrutaban las ciudades itálicas a un número creciente de comunidades urbanas peninsulares, y creó nuevas colonias, algunas de ellas con veteranos de las Guerras Cántabras. Durante el gobierno de los restantes miembros de la dinastía Julio-Claudia (Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón), hasta 68 d.C., Hispania consolidó sus instituciones y prosperó económicamente. La pacificación del territorio permitió que una de las tres legiones asentadas en el NO. peninsular lo abandonase en 39 y otra en 63 d.C. La única excepción en el cumplimiento del programa de Augusto en este periodo fue la aminoración fundacional de colonias y municipios, muestra de la estabilidad social y militar. Tras la sublevación de Cayo Julio Vindex contra Nerón (54-68), varios políticos con mando en Hispania pretendieron el poder en Roma. Servio Sulpicio Galba, legado imperial en la Tarraconensis, fue proclamado emperador por la Legio VI Victrix, único ejército estable que quedaba en la Península. Galba, con el apoyo de Otón, gobernador de Lusitania, reclutó una legión de hispanorromanos, la VII Gemina, y partió hacia Roma para derrocar a Nerón. Cuando llegó a la metrópoli no tuvo que combatir para ocupar el trono, ya que Nerón había sido asesinado; poco después Galba pereció en un atentado dirigido por los pretorianos (69 d.C.), que entronizaron a Otón. El nuevo emperador permaneció en la más alta magistratura sólo unos meses, pues se suicidó tras ser derrotado por un nuevo pretendiente al trono, Vitelio (69). Durante su breve reinado concedió la ciudadanía a todos los ilercaones y a numerosos habitantes de Hispalis (Sevilla) y Emerita Augusta.

Con la ayuda de las legiones danubianas y orientales y del ejército acantonado en la Península Ibérica, que dejó de apoyar a Vitelio, Vespasiano (69-79), primer emperador de la dinastía Flavia, accedió al trono. En ese momento, el Imperio se encontraba sumido en una crisis social, económica y política, agravada con las guerras de sucesión, pero cuya génesis se encontraba en los últimos años del reinado de Nerón. Para intentar paliarla, Vespasiano introdujo una serie de medidas con el fin de intensificar la romanización de las provincias e integrar a los hispanorromanos en las instituciones, en detrimento de una restringida oligarquía senatorial, que hasta entonces había monopolizado el poder. Hispania desempeñó un papel decisivo en el desarrollo de su programa y se convirtió en el eje de la reforma. Vespasiano simplificó la Administración hispana mediante la promoción municipal y social. Numerosas ciudades recibieron el título de municipio y el cuadrante NO. peninsular fue urbanizado. La desarticulación del ejército estacionado en la Península fue básica en su programa militar. Hispania proporcionó un gran número de tropas auxiliares y de efectivos y cuadros de mando, que substituyeron a las legiones extrapeninsulares. La Legio VII Gemina, reclutada entre hispanorromanos y asentada en los distritos mineros del NO., fue la única localizada permanentemente en Hispania. Pero el acontecimiento que impulsó la decisiva ordenación jurídica de Hispania fue la concesión del derecho latino (ius latii) a todos sus habitantes. Un hecho de tanta importancia social en el mundo romano no tenía lugar desde que el ius latii fue concedido a la totalidad de los itálicos (89 a.C.). Los sucesores flavios de Vespasiano, Tito (79-81) y Domiciano (81-96), continuaron la política de su antecesor y regularon el desarrollo municipal a través de distintas leyes (Lex Malacitana, Lex Salpensana).

La culminación de la línea política impulsada por la dinastía Flavia y el máximo esplendor de Hispania, que coincidió con el apogeo del Imperio romano, tuvieron lugar durante el reinado de los emperadores de la dinastía Antonina (96-192). En esta época se estructuró un poderoso grupo de origen hispano integrado por militares, literatos, hombres de negocios y senadores, entre ellos, Licinio Sura y Marco Ulpio Trajano. Tutelada por éstos surgió una segunda generación de dirigentes hispanorromanos que se convertirían en las máximas autoridades imperiales: Marco Ulpio Trajano (98-117), natural de Italica e hijo del senador y militar del mismo nombre, substituyó a Nerva (96-98) en el trono y fue el primer emperador de origen provincial; durante su mandato el Imperio romano alcanzó su máxima extensión. En sus tareas políticas, legislativas y militares contó con la colaboración, entre otros, de Severiano, probablemente de origen hispánico, con mando sobre las legiones estacionadas en Germania Superior; de Anio Vero, natural de Ucubi (Espejo, Córdoba), prefecto de Roma y padre de Faustina la Mayor, esposa de Antonino Pío (138-161), y abuelo de Marco Aurelio (161-180); y, sobre todo, de su sobrino Adriano (117-138), también natural de Italica y su sucesor en la dignidad imperial.

La labor de los primeros Antoninos en Hispania se centró fundamentalmente en el crecimiento de la economía, la financiación de las principales obras monumentales, el desarrollo del culto imperial y la acción benefactora hacia sus lugares de origen y, en general, hacia los colectivos hispanos. Sin embargo, durante los reinados de Marco Aurelio y de Cómodo (180-192), últimos emperadores Antoninos, el poder central quedó debilitado y se desarrolló una profunda crisis económica y social. La peste y la superproducción agrícola, que originó una caída de precios, se sumaron a las invasiones de los mauros (171 y h. 177-180), que asolaron el S. peninsular y obligaron a que, temporalmente, la Baetica integrara las provincias de orden imperial. Se sucedieron las revueltas en Lusitania, y un grupo de esclavos y soldados desertores dirigidos por Materno saqueó el N. de la Tarraconensis (187). Septimio Severo (193-209), primer miembro de la dinastía Severa (193-235) y que había estado al frente de la Tarraconensis en 171, obtuvo el poder tras derrotar a Clodio Albino, apoyado por los ejércitos de Britania y poderosos grupos nobiliarios de Galia e Hispania. Como consecuencia de esta ayuda, numerosas propiedades olivareras de la Baetica fueron expropiadas.

El nuevo emperador, asistido por un equipo de políticos y juristas –entre los que se encontraban varios hispanos–, intentó solucionar los problemas económicos de la Península mediante diversas medidas. Potenció el comercio con el N. de África, lo que impulsó la difusión del cristianismo en Hispania, abolió el reclutamiento obligatorio, al igual que sucedía en Roma, y responsabilizó a los magistrados municipales de la recaudación de impuestos. Al producirse su fallecimiento, le sucedió Marco Aurelio Antonino Caracalla (212-217), quien ya había gobernado con Geta entre 209 y 212; a través de un edicto, hizo extensivo el derecho de ciudadanía (cives romanus) a todos los súbditos libres del Imperio (212). Es probable que la medida, que pretendía universalizar y unificar los ingresos de la Hacienda imperial, repercutiera desigualmente en Hispania, ya que todos sus pobladores poseían el ius latii desde el reinado de Vespasiano y muchos de ellos habían accedido a la ciudadanía mediante el desempeño de cargos municipales. Durante el reinado de Caracalla fue creada la Provincia Hispania Nova Citerior o Hispania Citerior Antoniniana, de la que se sabe muy poco, hasta el punto de que algunos historiadores dudan de su existencia; en cualquier caso, no sobreviviría a su creador. También en esta época fue elaborado el Itinerario de Antonino, que describe las vías de comunicación de todo el Imperio, con los nombres y distancias entre cada ciudad y el total de cada vía, y que constituye una de las principales fuentes para el conocimiento de la distribución humana en los dominios de Roma a comienzos del s. III.

Fuente: Gran Enciclopedia de España

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