José Ortega y Gasset

José Ortega y Gasset en España en España en España

Aquí se ofrecen, respecto al derecho español, referencias cruzadas, comentarios y análisis sobre José Ortega y Gasset. [aioseo_breadcrumbs][rtbs name=»derecho-home»]

Vida y Obra

(Madrid, 9-V-1883 – 18-X-1955). Filósofo. Hijo del periodista y escritor José Ortega Munilla. Estudió bachillerato en el colegio jesuita de Miraflores de El Palo (Málaga), en el que se inició en el conocimiento de las lenguas clásicas, y realizó parte de sus estudios universitarios en Deusto (Vizcaya), donde completó su formación clásica. Desde 1898 hasta 1902 frecuentó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, por la que se doctoró en 1904 con la tesis titulada El milenario. Tras la época de estudiante en Madrid, durante la cual perdió la fe católica –que ya no volvería a recobrar–, se trasladó a Alemania para completar su formación en Leipzig, Berlín y, sobre todo, Marburgo, donde fue discípulo de Herman Cohen, destacado neokantista que le inculcó el amor por el método científico y las orientaciones pedagógicas. Regresó a España en 1907 y dos años más tarde fue nombrado, a propuesta de las academias y del Consejo de Instrucción Pública, profesor de psicología, lógica y ética de la Escuela Superior del Magisterio, cargo desde el que actuó como activo defensor –dadas sus convicciones pedagógicas– de la función primordial que la recién fundada escuela podía asumir en la revitalización cultural de España.

Inició así una carrera docente que culminó poco después, en 1910, al ganar por oposición la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid, en la que sucedió al krausista Nicolás Salmerón. En esta cátedra desempeñó ininterrumpidamente su labor como profesor desde 1911 hasta 1936, cuando, con motivo del estallido de la Guerra Civil (1936-1939), se exilió de España. Durante esos veinticinco años combinó, no obstante, su labor al frente de la cátedra en Madrid con asiduas salidas a Europa y a América como conferenciante y profesor invitado, que completaron su faceta docente, y con una intensa actividad publicista no sólo como autor de ensayos filosóficos, sino también como colaborador en la prensa y como director de varios proyectos editoriales. Ya desde su época de doctorando en la Universidad Central empezó a publicar en periódicos y revistas, remontándose sus primeras colaboraciones al año 1902, cuando escribió ágiles y eruditos artículos literarios y ensayísticos para la revista Vida Nueva. En esta revista colaboraban los escritores de la llamada Generación del 98, con los que Ortega –aunque más joven que la mayoría de ellos– compartía la misma profunda preocupación por el llamado “problema de España”, para cuya solución el filósofo, heredero en cierto modo de la Institución Libre de Enseñanza, creía en el ideal europeizador.

Así mismo, escribió para el semanario El Faro, cuyo equipo de redacción integraban también los miembros de la Generación del 98. Pero fue a partir de 1907, coincidiendo con el inicio de sus colaboraciones en El Imparcial, cuando sus columnas sobre los acontecimientos de la vida pública española y sus artículos de crítica literaria fueron atrayendo la atención de un público cada vez más amplio. Entre los artículos que escribió para El Imparcial –que no sólo impregnó de su amplia erudición cultural y base filosófica, sino que caracterizó por una prosa precisa y enérgica, elaborada, como lo serían después sus lecciones magistrales– destacan los que forman parte de la sonora polémica que sostuvo con Miguel de Unamuno sobre la necesidad o no de la europeización de España. No fue tardío, en ese sentido, su afán por convertirse en orientador de la sociedad y, dada la plural actividad pública que desarrolló desde comienzos de la década de 1910, no cabe duda de que fue un verdadero movilizador de la vida cultural española. Simultáneamente al trabajo en El Imparcial, comentó temas y sucesos de la vida pública y ejerció la crítica literaria en la revista Europa (1911).

Pero, decidido a tomar la iniciativa con la fundación de nuevos órganos de expresión, fundó en 1915, junto con un grupo de escritores –unos de la Generación del 98 (Valle Inclán, Antonio Machado, Baroja y Azorín) y otros de la generación novecentista posterior (Pérez de Ayala y D’Ors)–, la revista España, subtitulada Semanario de la Vida Nacional, de amplia repercusión en los medios intelectuales. Así mismo, en 1916, inició la publicación de los cuadernos de El Espectador, de aparición quincenal y redactados prácticamente en su totalidad por él mismo; los ocho volúmenes que forman la colección completa (1916-1934) constituyen una enciclopedia que abarca lo artístico, lo filosófico y lo literario, con un tratamiento caracterizado por la fina sensibilidad literaria y como muestra de que en el quehacer humano prima la “razón vital”, tema fundamental del pensamiento orteguiano. Tales artículos despertaron la admiración del crítico alemán E. R. Curtius, quien definió a Ortega como “tal vez el único hombre que puede hablar hoy en Europa con igual seguridad de juicio, con igual brillantez en la expresión, de Kant y de Proust, de arte prehistórico y de la pintura cubista, de Scheler y de Debussy”. En el mismo año 1916 fue elegido académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Después de que en 1917, con motivo de la actuación de las denominadas Juntas Militares, redactara un artículo en El Imparcial titulado “Bajo el arco de la ruina”, que fue entendido como un diagnóstico y toque de alarma de la situación política española, se vio obligado a abandonar ese periódico. Se decidió a fundar entonces, junto a Nicolás María de Urgoiti, el diario El Sol, uno de los más influyentes desde el punto de vista político entre las clases medias e intelectuales de la España de la época. En él publicó Ortega, en 1922, los capítulos de la obra España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, sobre los particularismos y separatismos geográficos o regionales y sociales, fruto, según su diagnóstico, de la falta de “un proyecto sugestivo de vida común” que ha tenido como consecuencia unos modos de vida en compartimientos estancos.

También para El Sol escribió La redención de las provincias y la decencia nacional (1927-1928), publicación interrumpida por la censura de la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1929), al que hasta entonces Ortega había apoyado inequívocamente, y que fue completada en 1931. En ella defendía la articulación de la vitalidad de España mediante una estructuración en grandes comarcas o regiones y un acercamiento del “hombre provincial” a las cuestiones públicas del Estado, mediante una invitación a su participación en ellas; el ensayo acaba con el grito “¡Eh, las provincias, de pie!”, que también enarboló Ortega en un discurso pronunciado en Segovia pocos meses antes de la proclamación de la II República (1931-1939). Por último, el 15-XI-1930, pocos días antes de la sublevación de Jaca, publicó el artículo titulado “El error Berenguer”, que terminaba con una llamada a la construcción de un nuevo estado y una exclamativa “¡Delenda est monarchia!”. Por otra parte, en 1923, fundó Revista de Occidente, convertida pronto en prestigiosa publicación mensual que, hasta 1936, fue una de las más importantes y brillantes revistas culturales europeas.

La revista y la editorial homónima, fundada también por Ortega, se erigieron en las principales vías de entrada de las corrientes de la cultura mundial, para lo que fue recurso fundamental la traducción, considerada por Ortega un método imprescindible para la modernización cultural de España, por lo que la promovió cuanto pudo. Atentas especialmente, tanto la revista como la editorial, a las corrientes de pensamiento alemán, por las que Ortega sentía particular interés, actuaron, así mismo, como escrupulosos testigos de los nuevos métodos de análisis que empezaban a imperar en la historiografía, de las modernas tendencias artísticas y de las innovaciones promovidas por la literatura vanguardista; así pues, en sus diversas colecciones (“Los grandes pensadores”, “Los filósofos”, “Estudios sociológicos”, “Musas lejanas”, “Historiología”, “Libros y cuadernos de política” y la titulada “Nova novorum”, consagrada a los nuevos escritores españoles), se publicaron las obras de pensadores o historiadores como G. Simmel, Frank, Husserl, Bertrand Russell, Weyl, Otto, Max Scheler, Brentano, Frobenius, Max Weber, Sombart, Spengler, Freud, Jung, Keyserling, Carl Schmitt, Huizinga, García Morente, D’Ors, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Gregorio Marañón, Américo Castro o Bosch Gimpera; de científicos como Jennings, Blas Cabrera, Max Born, Eddington, Einstein o Jeans; de arquitectos o artistas como Le Corbusier, Adolfo Salazar, Benjamín Palencia o Bacarisse; o de literatos como Proust, Baroja, Corpus Barga, Gómez de la Serna, Antonio Machado, Pirandello, Pérez de Ayala, Borges, Jorge Guillén, Kafka, Alberti, Pedro Salinas, Benjamín Jarnés, Antonio Espina, Valentín Andrés Álvarez, Gerardo Diego, Paul Morand, Aleixandre, Aldous Huxley, Dámaso Alonso, Ehrenburg, Rilke, Cocteau, Valéry, Rosa Chacel, Lenormad, D.H. Lawrence, García Lorca, Italo Svevo, Supervielle, Eugenio O’Neill, Cernuda, Pablo Neruda, Giraudoux o Virgina Woolf. A las publicaciones innovadoras de la editorial Revista de Occidente se sumaron las de la colección “Biblioteca de Ideas del Siglo XX”, de la editorial Espasa-Calpe, dirigida también por Ortega.

Una faceta más de la vida pública de Ortega fue, durante algunos años, el desarrollo de una intensa actividad política, no sólo como comentarista a través de artículos periodísticos y ensayos (algunos de ellos ya citados), sino también como orador y, finalmente, como diputado. Se inició ésta el 23-III-1914, cuando pronunció, en el teatro de la Comedia de Madrid, el discurso Vieja y nueva política, en el que acuñó dos expresiones que perduraron como resumen de una oposición latente, aunque no por ello menos real, la de la “España oficial” frente a la “España vital”; así mismo, gracias a ese discurso, el término “vieja política” pasó a formar parte del lenguaje periodístico y político como modo de referirse a la manera de hacer política desde el año 1875, esto es, durante la época de la Restauración, la regencia de María Cristina y el reinado de Alfonso XIII.

Sirva ésta, como otras acuñaciones citadas anteriormente, de ejemplo de lo que fue una constante a lo largo de la vida de Ortega: la creación en sus artículos, obras o discursos de alguna frase o expresión que hizo fortuna y que, por su precisión y sonoridad, se perpetuó. Después de que en 1929 hubiera retirado su adhesión a la Dictadura de Primo de Rivera, fue uno de los fundadores, en febrero de 1931, junto a Unamuno, Pérez de Ayala y Marañón, entre otros, de la Asociación para la Protección de la República y uno de los firmantes del Manifiesto de los intelectuales, suscrito en favor de ella. Tras la proclamación del 14 de abril abandonó el diario El Sol y pasó a escribir artículos políticos en otros dos nuevos periódicos, fundados y dirigidos también por Urgoiti, Crisol y Luz. Candidato de la citada asociación por la prov. de León en las elecciones de junio de 1931, fue elegido diputado. Pronunció varios discursos en las Cortes Constituyentes, pero ya en diciembre del mismo año, acusando al nuevo régimen de haber desvirtuado su esencia y su sentido (así lo expresó en la serie de artículos y discursos recogidos en el libro Rectificación de la república, 1931, en el que aparece una de sus famosas expresiones: “¡No es eso, no es eso!”), se distanció de la política activa. Acabaron de este modo los años de máxima vigencia pública de Ortega. Además, al exiliarse en 1936 a Francia y residir seguidamente en los Países Bajos y, desde 1939, en Argentina, quedó apartado de la escena pública española y su figura intelectual, diluida en un contexto internacional marcado por la II Guerra Mundial (1939-1945). En 1942 se trasladó a Lisboa y en agosto de 1945, regresó a España; a partir de ese momento alternó su lugar habitual de residencia entre Madrid y Lisboa.

Las circunstancias de su regreso están marcadas por la controversia. Por un lado, al régimen del general Franco (1939-1975), aislado por la comunidad internacional, le convenía mostrar la vuelta de Ortega como la recuperación para España y el régimen franquista de un pensador de gran talla intelectual, reconocido internacionalmente, tanto en Europa, como en América (para facilitarle su situación económica, el régimen le adjudicó un sueldo como catedrático de Metafísica que Ortega cobró hasta su jubilación en 1953, aun teniendo en cuenta que, desde que abandonó el país en 1936, no volvió a ejercer como profesor en la facultad madrileña). Por su parte, Ortega, favorable al bando vencedor de la Guerra Civil, creía que, tras la derrota de las potencias del Eje, sería inevitable una evolución política en España hacia una monarquía aceptada en el contexto internacional. Él mismo se encargó de mantener una posición voluntariamente ambigua en esa España de la posguerra. Con su tan pregonado “silencio”, al que empezó a recurrir en 1936 para justificar su negativa a hacer declaraciones públicas cuando salió de España y del que hizo uso siempre en los años de la Guerra Civil, de la II Guerra Mundial y de la posguerra para evitar pronunciarse públicamente sobre la situación política española, no hizo sino rodearse de un halo de ambigüedad que sirvió para que, en las décadas de 1940 y 1950 e, incluso, después de su muerte, cada cual interpretara ese silencio como quisiera: como posible crítica al régimen, para unos; como prueba de las dificultades que tenía que pasar en un mundo hostil en el que se le impedía hablar, seguramente para los mismos; o como una auténtica impostura, para quienes le criticarían que, como filósofo que trató todos los temas, no se dignara a hacer pública ni una sola línea de reflexión sobre el nazismo, el franquismo o la Guerra Civil, tan determinantes para la situación vital de sus contemporáneos.

Por otro lado, atacado por el nacionalcatolicismo –intransigente con el espíritu laico del que Ortega hacía gala– y por gran parte de los cultivadores de la oficial filosofía neoescolástica que recreaban las figuras de Balmes y Donoso Cortés –p. e., desde la Escuela Tomista de Barcelona–, su prestigio renacería desde España hasta los círculos conservadores internacionales a raíz de la inauguración en 1948 (con el fin de ver renacer los éxitos logrados en las lecciones universitarias y conferencias anteriores a la guerra) del Instituto de Humanidades. Los cursos allí impartidos versarían sobre cuatro materias: lingüística, etnología, historiología y economía, dejando de lado la filosofía. Pese a la ayuda de colaboradores fieles, como su discípulo Julián Marías (al que se sumaron el arabista Emilio García Gómez, el antropólogo Julio Caro Baroja y el catedrático de Griego del instituto de Soria, Benito Gayo), al apoyo de reseñas favorables a su nueva labor, como las que firmaba desde Tánger Fernando Vela, antiguo secretario de la Revista de Occidente y entonces director de la revista España, o a los buenos deseos enviados por alguno de los miembros de la intelectualidad del régimen, como Antonio Tovar, en los medios de prensa ligados al falangismo o a la Iglesia (Informaciones, El Correo Catalán) se recibía su iniciativa con indiferencia, si no con verdadera burla.

El órgano señero de Falange, Arriba, llamó al orden, pidiendo respeto para un intelectual incorporado a la España de Franco y al que se debía considerar, después de José Antonio Primo de Rivera, el segundo “maestro de la educación intelectual” del país. Pero fuera como fuese, en 1950, lejano ya el entusiasmo expresado ante su vuelta en 1945 y siendo conocido el distanciamiento de Ortega, si bien no animosidad, frente al régimen de Franco –por lo que cabe calificar las relaciones entre el filósofo y el régimen por aquel entonces como de “gélido entendimiento”– el previsto tercer curso del Instituto de Humanidades, el de 1950-1951, ya no tuvo lugar. Ortega, no obstante, siguió asistiendo a congresos celebrados en Estados Unidos, Berlín, Hamburgo, Darmstadt, Stuttgart, Baden, Múnich, Edimburgo o Venecia y, prácticamente hasta su muerte, dictando conferencias, tanto en los lugares citados, como en pequeñas reuniones en San Sebastián o Madrid.

La mayor parte de la muy copiosa obra orteguiana fue publicada por el propio autor en la prensa y recogida posteriormente por él mismo en volúmenes independientes. Además de algunos artículos y ensayos ya citados en el contexto biográfico correspondiente, destacan de forma especial otros que marcan su evolución filosófica y la trayectoria de sus intereses culturales. Después de que desde 1902 y hasta 1910, aproximadamente, defendiera una tendencia objetivista que suponía la primacía de las cosas y de las ideas sobre las personas, a partir de 1914 su pensamiento filosófico y su concepción del mundo se basan en la negación del supuesto fundamental del racionalismo europeo clásico y en la afirmación, por el contrario, de que lo primario no es el pensamiento sino la vida y de que la vida humana (no considerada como meramente biológica) es la realidad radical, no como creadora de las otras realidades, sino como realidad en la que radican todas las demás.

En ella se encuentra también, por lo tanto, la razón, no en oposición dialéctica, sino coexistente, por lo que Ortega define su filosofía como “filosofía de la razón vital” o de la vida como razón. La primera exposición de su pensamiento filosófico (al que, sin embargo, no llegó a dar nunca una presentación de sistema rematado) apareció, así pues, en su libro Meditaciones del Quijote (1914), en el que plantea la práctica totalidad de los conceptos que, filosóficamente, considerará fundamentales a lo largo de toda su vida. Empieza con el que puede considerarse el punto de partida de su concepción filosófica: el descubrimiento de la razón vital o, en otras palabras, de la teoría de la circunstancia, que le lleva a negarse a considerar separadamente el yo de su entorno: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.” Ortega, que elevaría tal afirmación del plano biológico al ontológico, esbozó también en esa obra, y en conexión con tal afirmación, el germen del perspectivismo: la perspectiva personal es un componente necesario de la realidad y la verdad absoluta, que resulta inasequible al hombre, sólo puede obtenerse de la integración jerárquica de la totalidad de perspectivas.

La defensa del raciovitalismo frente al racionalismo, al idealismo o al utopismo, causas, a su entender, del empobrecimiento de la cultura europea, apartada de la vida, busca la reconciliación entre cultura y espontaneidad, como única vía posible de salvación. Así mismo, en El tema de nuestro tiempo (1923), defiende de nuevo la vitalización de la cultura mediante el emplazamiento de la razón en el lugar que le corresponde, esto es, dentro de la vida. Ortega entendía la filosofía como “un viaje al descubrimiento de los principios”, un afán de comprensión de la vida y la historia, por ello, y en relación con su admiración por el equilibrio goethiano entre arte, vida y razón, de indeleble impronta en su pensamiento, dio profundidad a los planteamientos anteriores en otras obras estético-filosóficas, como Las Atlántidas (1924) o La deshumanización del arte e ideas sobre la novela (1925), en la que aboga por la concepción del arte como juego y recreación desinteresada. Por la misma razón, por su interés por abarcar los distintos ámbitos de la cultura, además de artículos como los de la ya citada serie de El Espectador sobre impresionismo pictórico y musical, escribió ensayos de crítica artística, como Papeles sobre Velázquez y GoyaÊ(1950), VelázquezÊ(1955) o Idea del teatro (1958).

En otro orden de cuestiones, aunque también integrada en su reflexión filosófica, la misma descripción de la razón vital impregna el análisis sociológico que Ortega realizó a menudo en sus artículos periodísticos y en su obra de mayor fama internacional: La rebelión de las masas (1930). Si en ella desarrolla y amplía las tesis de la España invertebrada, pero realizando una prospectiva y una crítica extensivas a toda la Europa del momento, establece también la que será su principal aportación en el campo de la sociología: la caracterización de toda sociedad humana como compuesta por un minoría selecta y ejemplar que actúa según una disciplina y una norma superior de conducta, y unas masas que espontáneamente se subordinan a las normas de la minoría con el fin de ser guiadas hacia un ideal de bien y belleza; la rebelión acontece cuando las masas dejan de seguir a sus minorías, por negación voluntaria de ese seguimiento por parte de las primeras o porque las segundas han relajado su ejemplaridad abandonándose a la mediocridad. Un momento de crisis así es el que diagnostica Ortega para la época en que escribe el ensayo. Más allá del diagnóstico, trazando un paso hacia adelante en el camino del conocimiento y sin desligadura posible entre el saber filosófico e histórico, Ortega planteó en la obra En torno a Galileo (1933), como único modo para lograr la comprensión de la cadena inexorable y única que constituye el sistema de las experiencias humanas, la adopción del método de la “razón histórica” (en la terminología de Dilthey), que parte del concepto de la vida como realidad radical para fundar en ésta una explicación de las sucesivas crisis históricas.

Al concepto de que “el hombre no tiene naturaleza sino historia”, a la defensa de que sólo mediante la conciencia histórica se puede dar cuenta de las “variaciones de lo humano”, a la afirmación de que “la Historia es razón histórica, por tanto, un esfuerzo para superar la variabilidad de la materia histórica” y, en definitiva, a un predominio en los intereses de Ortega, durante cierta etapa de su vida, de la meditación sobre la historia, responde la composición de libros como Historia como sistema (1935), Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica (1939), Ideas y creencias (1940), Del Imperio Romano (1941), Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y su demiurgia (1941) o el prólogo a la traducción Historia de la filosofía, de É. Bréhier (1942), así como los libros de publicación póstuma El hombre y la gente (1957), ¿Qué es la filosofía? (1958), La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1958), Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee (1960), Origen y epílogo de la filosofía (1960) o Pasado y porvenir para el hombre actual (1962).

Fuente: Gran Enciclopedia de España

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