Ley de Modernización de las Explotaciones Agrarias

Ley de Modernización de las Explotaciones Agrarias en España en España

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Legislación de Derecho Civil sobre Ley de modernización de las explotaciones agrarias

Legislación de Derecho Civil sobre Limitaciones del dominio

Entrada Principal: Limitaciones del dominio. La legislación básica española en derecho civil sobre esta materia es la siguiente:

  • Ley sobre Navegación Aérea (L. 48/1960)
  • Ley de construcción, conservación y explotación de autopistas en régimen de concesión (Ley 8/1972)
  • Ley sobre fincas manifiestamente mejorables (Ley 34/1979)
  • Ley del Patrimonio Histórico Español (Ley 16/1985)
  • Ley de Costas (Ley 22/1988)
  • Ley de Carreteras (Ley 25/1988)
  • Ley sobre límites del dominio sobre inmuebles para eliminar barreras arquitectónicas a las personas con discapacidad (Ley 15/1995)
  • Infraestructuras comunes en los edificios para el acceso a los servicios de telecomunicación (Real Decreto-Ley 1/1998)
  • Ley del sector de hidrocarburos (Ley 34/1998)
  • Ley general de telecomunicaciones (Ley 32/2003)
  • Ley del sector ferroviario (existen varios acuerdos multilaterales internacionales bajo el auspicio de las Naciones Unidos en este ámbito: Convenio internacional para facilitar el paso de fronteras a pasajeros y equipajes transportados por ferrocarril, Ginebra, 10 de enero de 1952; Convenio internacional para facilitar el paso de fronteras a mercaderías transportadas por ferrocarril, Ginebra, 10 de enero de 1952; Acuerdo europeo sobre los principales ferrocarriles internacionales (AGC), Ginebra, 31 de mayo de 1985; Acuerdo sobre una red ferroviaria internacional en el Machrek árabe, Beirut, 14 de abril de 2003; Convenio sobre la facilitación de los procedimientos de cruce de fronteras para los pasajeros, el equipaje y el equipaje de carga transportados en el tráfico internacional por ferrocarril, Ginebra, 22 de febrero de 2019) (Ley 39/2003)
  • Ley de montes (Ley 43/2003)
  • Reglamento de prestación de servicios de comunicaciones electrónicas, el servicio universal y la protección de los usuarios (Real Decreto 424/2005)
  • Ley de rehabilitación, regeneración y renovación urbanas (Ley 8/2013)
  • Ley del Sector Eléctrico (Ley 24/2013)

Historia: Modernización Económica y Social en la Primera Mitad del Siglo XX

La crisis española de los años treinta se ha interpretado como la gran encrucijada del siglo XX, la gran ocasión fallida para acelerar los procesos de modernización social y desarrollo económico. Justo es decir que la transición económica ya se había puesto en marcha a fines del siglo XIX, cuando el país experimentó un crecimiento moderado en un contexto marcadamente proteccionista e intervencionista (la llamada «vía nacionalista del capitalismo español»), que se mantendría en sus rasgos esenciales hasta más allá de la mitad del siglo.

Desde el punto de vista social, si bien España seguía siendo en 1930 un país predominantemente rural, el notable cambio experimentado desde principios de siglo estaba acercando al país a las pautas sociales y demográficas, pero también económicas y culturales, de la Europa Occidental. Desde inicios de siglo se produjo un cambio de rumbo radical que condujo a duplicar la población en 80 años y se entró en lo que los expertos han denominado «transición demográfica», que fue el resultado de una caída de la mortalidad previa al descenso de la natalidad, y que en España se prolongó aún varias décadas más. En los primeros 80 años del siglo XX, la tasa bruta de mortalidad menguó a menos de la tercera parte, la de natalidad se redujo a menos de la mitad y la estructura de la población por edades cambió drásticamente, disminuyendo el porcentaje de jóvenes y adultos y aumentando el de mayores de 65 años. La población española pasó de 23.563.867 habitantes en 1930 a 26.014.278 en 1940, 28.117.873 en 1950 y 30.582.936 en 1960. Desde un punto de vista dinámico, el gran fenómeno de la época fue la huida del campo y la creciente urbanización. Ya en 1930, el 42 por ciento de la población vivía en las ciudades de más de 10.000 habitantes. Diez capitales de provincia superaban los 100.000 habitantes (Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, Murcia, Bilbao, Granada, entre otras) y Madrid y Barcelona rebasaban el millón. España se convirtió, por tanto, en un país más urbano, industrial y periférico, y con una población más joven, dispuesta a superar el pesimismo regeneracionista de sus mayores y más proclive a contagiarse del optimismo inherente a las nuevas vanguardias políticas, artísticas y culturales. Ese importante salto demográfico se tradujo, a su vez, en un cambio en las costumbres: en los hábitos de la vida privada y del consumo, pero también de los comportamientos públicos, especialmente las estrategias de protesta.

La neutralidad en la I Guerra Mundial brindó la ocasión de transformar la estructura productiva, pero, a partir de 1920, el cese de los efectos expansivos de la demanda exterior y la subsiguiente pérdida de competitividad de buena parte de los productos favorecidos por el auge bélico, la crisis bancaria, la reducción espectacular del número de sociedades inscritas, el sensible aumento de la conflictividad sociolaboral o el deterioro de las expectativas empresariales fueron factores que provocaron la consolidación de la ideología nacionalista, que ya dominaba en la economía desde fines del siglo anterior y que seguía siendo alentada por la falta de voluntad de los grandes grupos económicos de adaptarse a la nueva coyuntura interior y exterior. Los principales representantes de la producción nacional eran partidarios de preservar los mecanismos ajenos al mercado que les habían permitido mantener las tasas de beneficios extraordinarios en los años del conflicto europeo. Incapaces de racionalizar su actividad con criterios mínimos de eficiencia, encontraron en la política presupuestaria un mecanismo óptimo a corto y medio plazo para aumentar sus tasas de beneficio. Aunque el nacionalismo económico había recibido un importante estímulo desde la Gran Guerra, Primo de Rivera mantuvo y amplió la «vía nacionalista», avanzando hacia el proteccionismo, la autarquía y la supresión de elementos de mercado como el libre comercio y la libre competencia mediante el incremento del corporativismo y el intervencionismo estatal.

La dictadura fue, sin duda, una de las etapas cruciales en el proceso de formación de la sociedad capitalista española, al prolongar actitudes anteriores (nacionalismo), acentuar otras (intervencionismo estatal, prácticas monopolistas, apoyo al poder financiero) y ensayar nuevas fórmulas de fomento de la producción y de distribución de la renta (organización corporativa, nuevas entidades crediticias, retoques en el sistema tributario, etcétera). Con todo, como señalan José Luis García Delgado y Juan Carlos Jiménez, la gran contradicción de este primer tercio de siglo radicaba en que el progreso en los ritmos de crecimiento sectorial contrastaba con la incompleta modernización abordada en los sectores agrícola, fiscal, crediticio y público. La política proteccionista fue la vía de escape a esta contradicción fundamental entre crecimiento económico y modernización institucional.

El periodo histórico que analiza la primera parte de este volumen comienza con las secuelas de la gran crisis de 1929 y finaliza con la llegada a España de las primicias del ciclo expansivo (los «treinta años gloriosos» que van desde 1945 hasta 1973, en expresión de Jean Fourastié) más importante que la economía mundial haya disfrutado en la época contemporánea. Fue, en principio, una época marcada por el fin del ciclo de crecimiento iniciado tras la guerra europea, con el impacto de la Gran Depresión en el exterior y la quiebra del régimen político monárquico en el interior. La necesidad de paliar los efectos de la crisis se unió a las presiones derivadas de las enormes expectativas de modernización social y económica que había generado la llegada del régimen republicano.

La renovación del ocio fue unos de los indicios más sólidos de esa transformación social en sentido modernizador. En los años treinta, la radio, el cine o el fútbol hicieron su entrada plena en las costumbres y se convirtieron en distracciones generalizadas y en símbolos de los nuevos tiempos. Con la extensión de los espectáculos populares se desencadenaron tres grandes procesos: en primer lugar, la uniformización de los gustos, con el consiguiente abandono de las culturas localistas (acelerado por el éxodo a las ciudades) y las costumbres de clase u oficio. Por otra parte, los modelos de comportamiento impuestos por los espectáculos más vanguardistas anticiparon una cierta modernización de las pautas de vida material y social, generando entre la clase media —sobre todo entre la juventud estudiantil— una aspiración a vivir como la burguesía estadounidense de aquellos años.

Por último, las diversiones populares en estadios, cines y cosos taurinos compitieron con las concentraciones políticas en mítines o manifestaciones. Los cambios en la sociedad española (sobre todo en la mesocracia urbana) hacia un mayor bienestar material condujeron a la constitución de la norma de consumo de masas y a importantes cambios en la fisonomía de las ciudades, donde los nuevos hábitos se plasmaron en la aparición de bazares y grandes almacenes que popularizaron, gracias al crédito y a la venta a plazos, la adquisición de bienes de consumo duradero. Y, con el desarrollo de las actividades comerciales y de servicios, la demanda de mano de obra femenina rebasó el marco tradicional, con lo que apareció un nuevo arquetipo de mujer, más independiente y de mayor poder adquisitivo. Sin embargo, el cambio social también se pudo percibir, por ejemplo, en las relaciones de poder en el campo (con la secuela de una conflictividad rampante a partir de 1931), en unos comportamientos más liberales de la ciudadanía (sobre todo en las grandes urbes, donde el laicismo fue una importante manzana de la discordia, aunque no la única) o en el protagonismo público (en la educación superior, deporte, cultura, medios de comunicación, política, conflictos colectivos) asumido por las mujeres y los jóvenes, que actuaron como vanguardia de esa revolución multifacética de las costumbres públicas y privadas, sociales, políticas y culturales patrocinada por la democracia republicana.

El ambicioso impulso reformista del bienio de 1931 a 1933 (laicización, educación, defensa, relaciones laborales, propiedad agraria, descentralización) y su rectificación en la etapa de 1934 a 1935 se desplegaron en un contexto de crisis económica internacional, que se tradujo en una caída de las exportaciones, de las entradas de capital y de la inversión privada; unas fuertes tasas de desempleo (que en España no superó el 10 por ciento de la fuerza laboral, aunque, a diferencia de lo que sucedió en los países industrializados, fue un paro más persistente y centrado en el sector agrícola) y una reducción del flujo migratorio que incidieron en el aumento de la conflictividad sociolaboral, que alcanzó su punto culminante en el bienio de 1933 a 1934.

A pesar del aislamiento relativo de la economía española, el crecimiento se estancó y no se consiguió superar la renta de 1929; es más, esta llegaría incluso a caer un 12 por ciento entre 1929 y 1932, aunque se recuperó en los dos años siguientes. El crack de Wall Street no hizo sentir sus primeros efectos en España hasta bien entrado 1931, y sus repercusiones fueron harto desiguales: no tuvo el calado de otros países, ni en descenso de renta nacional, ni en paro, ni en deflación de precios, pero la recuperación a partir de 1933 fue mucho más lenta, lo que era síntoma de un claro estancamiento económico. El relativo aislamiento de la economía española y la importancia del sector agrario, que obtuvo en 1932 y 1934 excelentes cosechas (lo que provocó un exceso de oferta y el hundimiento de los precios), compensaron en parte la caída de los sectores industriales, cuya producción se redujo un 15 por ciento entre 1929 y 1933. Sin embargo, la recuperación que experimentaron los países europeos más desarrollados a partir de ese año fue apenas perceptible en España. La crisis de 1929 cerró además la espita migratoria, lo que agravó la precariedad del mercado de trabajo. La Guerra Civil y la II Guerra Mundial prolongaron el bloqueo de los flujos tradicionales de emigrantes hacia América Latina.

El conflicto que tuvo lugar de 1936 a 1939 interrumpió de forma brusca el proceso de moderado crecimiento que la economía española venía experimentando desde principios de siglo. Fue un dramático salto atrás de casi 20 años: una década después de finalizar la guerra, la renta per cápita seguía estando un 27 por ciento por debajo del nivel de 1935 y, en 1950, el consumo por habitante había quedado reducido a la mitad del que se había alcanzado 20 años antes. Mientras que la producción industrial per cápita no recuperó hasta 1952 sus niveles de 1930, la agraria solo alcanzaba en 1950 el 78 por ciento de la lograda antes de la guerra. En su conjunto, la economía española tardó 12 años en superar el nivel real de producción anterior al conflicto.

La población española de posguerra, reducida a 25,87 millones de personas tras la pérdida de 600.000 muertos o exiliados en la guerra y la inmediata posguerra, tuvo una recuperación muy lenta. Entre 1939 y 1943, las pésimas condiciones de vida y la falta de higiene, con su cortejo de desnutrición y de epidemias, provocaron 200.000 muertes por encima de la tasa de mortalidad de preguerra. El crecimiento vegetativo alcanzó su mínimo en 1941, con el 0,9 por mil, y solo recuperó su nivel anterior al conflicto civil en 1948, con el 12,1 por mil. El gran cambio poblacional de los años cuarenta vino con la emigración a las zonas urbanas más desarrolladas. La pérdida de peso económico del sector agrario explica ese cambio de flujo migratorio, que desde mediados de los cincuenta dejó de dirigirse de forma preferente a América Latina para encaminarse mayoritariamente en los sesenta hacia los países más industrializados de la Europa Occidental.

La evolución demográfica fue un aspecto secuencial del vasto proceso de involución social que impuso la dictadura de Franco, y que no significó un mero retorno a la situación anterior a la Segunda República, sino una auténtica redefinición del orden social y político bajo parámetros marcadamente reaccionarios, donde la revolución, la democracia o el liberalismo fueron condenados indistintamente como ajenos a la misma naturaleza de lo español. El ambiente de recristianización forzada de la sociedad impulsada por el gobierno, por instigación del sector más integrista de la Iglesia católica, no solo afectó a los defensores de los valores izquierdistas, republicanos o democráticos, sino que se abatió sobre las clases desposeídas y, especialmente, sobre las mujeres, que perdieron la mayor parte de los derechos civiles y políticos logrados con la Segunda República y quedaron relegadas al ámbito doméstico, al matrimonio y a la maternidad.

Al igual que en los comportamientos públicos, el régimen franquista mantuvo tras la guerra una política económica ordenancista, centralizadora e intervencionista, que lastró la reconstrucción del país y condujo a una década de estancamiento, penuria y escasez. La autarquía como opción de nacionalismo económico a ultranza tuvo justificaciones internas (la reconstrucción económica tras la Guerra Civil) y externas (las limitaciones de mercado impuestas por la guerra mundial) y, tras 1945, se siguió disculpando por el aislamiento internacional. Para la reconstrucción, el régimen no optó por una política de préstamos internacionales, sino que, en consonancia con la doctrina económica imperante en los países fascistas, mantuvo una política fuertemente intervencionista en busca de la autosuficiencia y la autofinanciación. La sustitución de los mecanismos de mercado por una extensa batería de instancias reguladoras y fiscalizadoras, el dirigismo económico despreocupado de los costes y la eficiencia en la producción y el sistema de asignación burocrática de los recursos lastrado por la corrupción no solo aplazaron la recuperación material durante tres lustros —cuando los países europeos occidentales salidos de la guerra mundial lo hicieron en menos de uno—, sino que provocaron un significativo trasvase de renta desde las capas sociales más desfavorecidas hasta las más privilegiadas por el régimen y generaron importantes desequilibrios a medio y largo plazo.

Más allá del tantas veces citado influjo fascista, la autarquía había sido una opción generalizada de respuesta a la crisis de 1929 en buena parte de Europa, y se transformó en un eficaz medio de control social sobre las clases populares, con lo que se convirtió en una de las piedras angulares de la consolidación de la dictadura. La orientación autárquica de la política económica general fue, en efecto, un ingrediente más del control social, al propiciar una elevada tasa de explotación de una fuerza de trabajo absolutamente inerme, tras la pérdida de las conquistas obtenidas en las dos décadas anteriores: salario mínimo, jornada laboral, contratación colectiva, etcétera. Con ello, el franquismo apoyó a los sectores menos dinámicos del capitalismo español, aquellos (trigueros castellanos y andaluces, industriales catalanes y vascos) que, desde el siglo XIX, habían formado el grueso del lobby proteccionista y habían sido los beneficiarios directos de la victoria en la Guerra Civil. La autarquía fue, como asevera Paul Preston, el precio económico del mantenimiento de Franco en el poder, pero también la garantía inmediata de preservación de los intereses de sus apoyos sociales más cualificados.

A partir de 1949, el proceso de modernización económica volvió a acelerarse: España entró en una fase de fuerte crecimiento, ayudada por el cambio del ciclo económico estimulado por la reactivación de los flujos comerciales que propiciaron tanto el Plan Marshall como la Guerra de Corea. Ello supuso un rápido ascenso de la demanda internacional de materias primas, que benefició directamente a la exportación española. Los primeros pasos de la liberalización (la «preestabilización») se dieron en 1951, aunque todo este proceso gradual tomó impulso tras el ingreso en el FMI y la OECE en 1958.

El régimen había tardado una década en encontrar la senda de la liberalización, pero se demoró otra en transitar por ella sin dificultades. A mediados de 1959 se optó in extremis por eliminar los obstáculos que dificultaban el aprovechamiento de la favorable situación económica internacional. De modo que, si la Guerra Civil es la coyuntura histórica clave del periodo y el eje sobre el que gira —aún hoy— nuestra historia reciente, desde el punto de vista económico el gran cambio se produjo a partir de los decretos del verano de 1959 sobre disciplina financiera y liberalización económica interna y exterior. Fue entonces cuando comenzó a revisarse una política económica (el «viraje proteccionista del capitalismo español») con más de 70 años de vigencia. Aunque se produjo una depresión coyuntural, las medidas reactivadoras y la intensificación de las relaciones exteriores (en transacciones comerciales, remesas de emigrantes, flujos de capital y divisas por turismo) favorecieron la expansión de la economía española y sentaron las bases del gran despegue económico español de los años sesenta. Sin duda, dieron principio a una nueva etapa en la vida social y política de la España franquista, caracterizada por la modernización social y cultural que presidió sus últimos tres lustros, y que fue erosionando la base de consenso del régimen sin llegar nunca a derribarlo.

Autor: Eduardo /González

Recursos

Véase también

  • Derecho Civil
  • Derechos Reales
  • Legislación de Derecho Civil
  • Derecho Civil V

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