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Depuradoras y la Ley de Costas

Dice el Tribunal Constitucional, en su sentencia de 5 de Noviembre de 2015:

«La disposición adicional novena de la Ley 2/2013 regula la garantía de funcionamiento temporal de determinadas instalaciones de depuración, que deben ser reubicadas en cumplimiento de resoluciones judiciales. Se impugna por vulnerar el art. 132 CE, al establecer una excepción temporal imprecisa que afecta negativamente a la integridad del dominio público. Asimismo, los recurrentes entienden que estamos ante una ley singular que no reúne las exigencias de la doctrina constitucional, incurriendo en arbitrariedad al carecer de una justificación objetiva e irrazonable, como prueba la excepción recogida en el apartado 3. Por suponer la inejecución de sentencias firmes por tiempo indefinido, o su ejecución conforme a la discrecionalidad administrativa, aducen la infracción de los arts. 1.1 (Estado de Derecho), 24 y 117.3 CE.

La tacha de inconstitucionalidad basada en el art. 132 CE no puede prosperar, toda vez que el régimen de uso del dominio público es de configuración legal. Aunque el legislador está sometido al deber de asegurar su integridad física o jurídica, es pacífico que tal exigencia no excluye de modo radical cualquier tipo de instalación o infraestructura, pues, llevado al extremo, tal argumento impediría los usos privativos, o la construcción de puertos o vías de transporte. El equilibrio entre la integridad del dominio público, sobre todo del natural, y el régimen jurídico de su uso u ocupación es cuestión que corresponde sopesar al legislador ordinario, y aunque en última instancia pueda ser objeto de control por este Tribunal, en este proceso no está en entredicho el título III LC que lo regula.

La cuestión que se somete a enjuiciamiento es por tanto otra bien distinta. Ante la existencia de determinadas sentencias firmes que han ordenado la demolición de las depuradoras construidas en contra de lo establecido en la Ley de costas, el artículo 32.1 solo permite la ocupación del dominio público marítimo-terrestre para aquellas actividades o instalaciones que, por su naturaleza, no puedan tener otra ubicación, y el artículo 44.6 fija su emplazamiento fuera de la ribera del mar y de los primeros veinte metros de la zona de servidumbre de protección, se trata de determinar si la suspensión temporal de estas resoluciones judiciales vulnera los arts. 9.3, 24 y 117.3 CE, en atención a la doctrina constitucional relativa a las leyes singulares.

Con arreglo al canon relativo a las leyes singulares fijado por la doctrina de este Tribunal (SSTC 166/1986, de 19 de diciembre, 48/2005, de 3 de marzo, 129/2013, de 4 de junio, 203/2013, de 5 de diciembre, y 50/2015, de 5 de marzo), aunque la Constitución no impide su existencia, no constituyen un ejercicio normal de la potestad legislativa, por lo que están sujetas a límites constitucionales específicos.

El primer límite radica en el principio de igualdad, que exige que la ley singular responda a una situación excepcional igualmente singular. La previsión por una ley singular de una regulación material distinta para un determinado supuesto de hecho no sólo debe tener una justificación objetiva y razonable sino que, en atención al contenido de la norma, debe ser proporcionada a la situación excepcional que justifica la regulación singular. Esto equivale a decir que la prohibición de desigualdad arbitraria o injustificada no se refiere al alcance subjetivo de la norma, sino a su contenido y, en su virtud, que la ley singular debe responder a una situación excepcional igualmente singular. La ley singular sólo será compatible con el principio de igualdad cuando la singularidad de la situación resulte inmediatamente de los hechos, de manera que el supuesto de la norma venga dado por ellos y sólo quepa al legislador establecer las consecuencias jurídicas necesarias para alcanzar el fin que se propone. El control de constitucionalidad opera así en un doble plano: para excluir la creación arbitraria de supuestos de hecho, que sólo resultarían singulares en razón de esa arbitrariedad, y para asegurar la razonabilidad, en función del fin propuesto, de las medidas adoptadas.

La disposición impugnada satisface este primer límite y no puede calificarse como arbitraria, puesto que sí obedece a una situación excepcional y singular. A la costosa inversión aparejada al cambio de emplazamiento de una instalación de estas características, con demolición de lo construido, debe añadirse que los trabajos preparatorios, el proyecto, construcción y puesta en funcionamiento de una nueva depuradora requieren un proceso complejo y largo, incluyendo su evaluación ambiental. Incluso sin atender al factor presupuestario, las exigencias medioambientales y de salud pública obligan a considerar que en ese ínterin es razonable y proporcionado mantener en funcionamiento las depuradoras existentes, sin perjuicio de que proceda en todo caso su demolición y la restauración del daño ambiental una vez que desaparezca la causa de suspensión.

Tampoco incurre en arbitrariedad la excepción recogida en el apartado 3, que refleja la voluntad del legislador de atender prioritariamente los daños medioambientales causados en zonas que, además del régimen propio del dominio público, gozan de la condición de espacios naturales merecedores de alguna figura de protección.

Una vez apreciado que estamos ante una situación excepcional, procede examinar la disposición controvertida desde el segundo límite fijado por la doctrina constitucional, que predica que la adopción de las leyes singulares debe estar circunscrita a aquellos casos excepcionales que, por su extraordinaria trascendencia y complejidad, no son remediables por los instrumentos normales de que dispone la Administración, constreñida a actuar con sujeción al principio de legalidad, ni por los instrumentos normativos ordinarios, haciéndose por ello necesario que el legislador intervenga singularmente, al objeto exclusivo de arbitrar solución adecuada, a una situación singular. La disposición no supera este examen, porque aunque el legislador pueda introducir causas de suspensión de la ejecución de las resoluciones judiciales, ha de hacerlo respetando siempre el monopolio de Jueces y Tribunales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, pues en él radica la quintaesencia de la potestad jurisdiccional que les corresponde en exclusiva (art. 117.3 CE). Frente a lo que aduce el Abogado del Estado, no se trata un problema de índole competencial que pueda resolverse ex art. 149.1.6 CE, por la sencilla y evidente razón de que el legislador estatal, al ejercer su competencia exclusiva en materia de legislación procesal, está obligado a respetar los imperativos constitucionales, entre otros, los que derivan de los arts. 24, 117 y 118 CE. Como recordamos en la STC 92/2013, “en el sistema constitucional que deriva de los arts. 117.3 y 118 CE, corresponde a los Juzgados y Tribunales, con carácter exclusivo, la función de ejecutar lo juzgado ‘en todo tipo de procesos’, esto es, también en los procesos contencioso-administrativos, rompiéndose así con situaciones precedentes en las que la Administración retenía la potestad de ejecución. De este modo, mientras que, cuando de la ejecución de un acto administrativo se trata, la Administración ejercita potestades propias de autotutela administrativa que le permiten llevar a efecto sus propias determinaciones, cuando se encuentra dando cumplimiento a una resolución judicial, su actuación se justifica en la obligación de cumplir las Sentencias y demás resoluciones judiciales (art. 118 CE), así como en el auxilio, debido y jurídicamente ordenado, a los órganos judiciales para el ejercicio de su potestad exclusiva de hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE)” (fundamento jurídico 6).

La disposición impugnada no respeta esta determinación constitucional, como pone de manifiesto su apartado 2, que desplaza indebidamente la decisión de ejecutar lo juzgado a la Administración, al supeditar el inicio de las actuaciones tendentes a la adecuada sustitución de las instalaciones a que las “circunstancias económicas lo permitan”, a criterios de sostenibilidad y a la garantía del cumplimiento de otras inversiones conexas.

Ciertamente, en el proceso de ejecución “los órganos judiciales deberán ponderar la totalidad de los intereses en conflicto a la hora de hacer ejecutar sus resoluciones y que no cabe descartar que tal ponderación pudiera llevar al órgano judicial a acomodar el ritmo de la ejecución material de las demoliciones que hayan de tener lugar a las circunstancias concretas de cada caso” (STC 92/2013, de 22 de abril, FJ 6). Puede citarse como caso paradigmático que acredita que los órganos judiciales realizan esta ponderación la STS de 26 de octubre de 2005, que anuló el acuerdo del Consejo de Ministros por el que se declaró como zona de reserva una parcela de terreno de dominio público marítimo terrestre y ordenó la demolición de la depuradora allí instalada. En la pieza separada de ejecución, ante la invocación por el Abogado del Estado de la disposición adicional novena de la Ley 2013 como causa de paralización ex lege, el ATS de 13 de noviembre de 2013 rechaza esta mera invocación formal y ratifica que procede la ejecución en la forma en su día propuesta por la propia Administración del Estado, que previó que la demolición no tendría lugar hasta transcurridos siete años desde el inicio de la ejecución forzosa ordenada.

Procede añadir que, una vez conocido el citado fallo de 2005, resulta difícil concebir que la Administración, sometida al principio de legalidad, haya persistido a sabiendas en la adopción de decisiones frontalmente contrarias al criterio del Tribunal Supremo, “último y superior intérprete de la legalidad ordinaria, sin perjuicio de las competencias del Tribunal Constitucional (arts. 123.1 CE)” (STC 93/2012, de 7 de mayo, FJ 2). Tal hipótesis en ningún caso podría justificar una suspensión como la recogida en la disposición adicional novena de la Ley 2/2013, que deviene en atención a lo hasta aquí dicho irrazonable y desproporcionada al fin perseguido.

La disposición adicional novena de la Ley 2/2013 sacrifica también el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes que dimana del art. 24.1 CE. La reciente STC 50/2015 ha ratificado “que una de las proyecciones del derecho reconocido en el art. 24.1 CE es el derecho a que las resoluciones judiciales alcancen la efectividad otorgada por el Ordenamiento, lo que implica, de un lado, el derecho a que las resoluciones judiciales firmes se ejecuten en sus propios términos y, de otro, el respeto a su firmeza y a la intangibilidad de las situaciones jurídicas en ellas declaradas (SSTC 171/1991, de 16 de septiembre, FJ 3; 198/1994, de 4 de julio, FJ 3; 197/2000, de 24 de julio, FJ 2; 83/2001, de 26 de marzo, FJ 4, entre otras muchas). Así, en la STC 312/2006, de 8 de noviembre, ya señalamos ‘que podría producirse una lesión del art. 24.1 CE en aquellos supuestos en los que los efectos obstativos de una ley o del régimen jurídico en ella establecido para una concreta materia fuesen precisamente hacer imposible de forma desproporcionada que un determinado fallo judicial se cumpla, pues siendo indudable que la Constitución reconoce al legislador un amplio margen de libertad al configurar sus opciones, no es menos cierto que también le somete a determinados límites, entre ellos el que se deriva del art. 24.1 CE’. Por tanto, señalamos en la misma Sentencia y fundamento jurídico que no tiene cabida en nuestra Constitución aquella ley o el concreto régimen jurídico en ella establecido cuyo efecto sea el de sacrificar, de forma desproporcionada, el pronunciamiento contenido en el fallo de una resolución judicial firme. Si se quiere, dicho en otros términos, cuando de forma patente o manifiesta no exista la debida proporción entre el interés encarnado en la Ley y el concreto interés tutelado por el fallo a ejecutar”.

En suma, de lo hasta aquí razonado se desprende que esta disposición vulnera la potestad de Jueces y Tribunales para hacer ejecutar lo juzgado (arts. 117.3 y 118 CE) al desplazar esta decisión a la Administración y, con ello, vulnera también el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes (art. 24.1 CE), al obstaculizar de forma indebida y desproporcionada el cumplimiento del fallo judicial.

En aplicación de esta consolidada doctrina, resulta forzoso concluir que la disposición adicional novena de la Ley 2/2013 vulnera la Constitución desde ambas perspectivas, por lo que resulta inconstitucional y nula.»

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