Industrialización

Industrialización en España en España

Aquí se ofrecen, respecto al derecho español, referencias cruzadas, comentarios y análisis sobre Industrialización. [aioseo_breadcrumbs] Nota: Puede interesar la investigación sobre los sectores industriales clave españoles y su historia.

Evolución de la Industrialización en España

El proceso de industrialización comenzó en España, como en el resto de Europa, como consecuencia de los cambios producidos por la Revolución Industrial (v.) a finales del s. XVIII y principios del XIX, si bien en Inglaterra, Francia o Alemania tuvo efectos más inmediatos, razón por la que, en cuanto a la historia industrial de España, el XIX es un siglo de retraso y escaso crecimiento, sobre todo de las industrias ligeras, y el XX el del desarrollo y la recuperación, sobre todo de las pesadas. El avance de la agricultura –aun con las características dificultades peninsulares derivadas de la morfología y el transporte– y las relaciones comerciales con Europa e Hispanoamérica (v.) -áreas en las que España ya no ocupaba un lugar privilegiado económica ni culturalmente–originaron la modernización de la industria algodonera, sobre todo en Cataluña, en donde se introdujeron las primeras máquinas, aunque la pérdida de las colonias y los conflictos bélicos durante el s. XIX -Guerra de la Independencia (1808-1814) y guerras carlistas (vv.)–, con el antecedente de los gastos militares y las pérdidas comerciales que supuso la participación española en la Guerra de Independencia Estadounidense (1775-1783; v.), entorpecieron la evolución industrial propulsada por la burguesía (v.). No obstante, la deuda contraída por el Estado en este último conflicto dio lugar a la creación del Banco Nacional de San Carlos (1782) –posterior al decreto de libre comercio con América, de 1778-, cuyas consecuencias serán la fundación del Banco Español de San Fernando (1829), del Banco Nacional de Isabel II y del Banco de Barcelona, ambos en 1844, precedentes de lo que después sería el Banco de España (1856; v.), y la extensión de las cajas de ahorros (v.) desde la fundación de la de Madrid (1839), organismos que facilitaron el desarrollo de la banca y el capitalismo (vv.). Así mismo, a mediados de la centuria se instalaron en Cantabria, Asturias y Vizcaya los primeros altos hornos siderúrgicos con los que se pretendía establecer un proceso de producción similar al inglés, aunque su rendimiento fue escaso durante los primeros decenios, y, a pesar de la demanda interior de hierro (v.) originada por el tendido de líneas de ferrocarril (v.) desde 1848 (Barcelona-Mataró), se siguió importando este material, incluso después de la instalación de los primeros convertidores Bessemer durante el último tercio del siglo. Por otra parte, la legislación económica puesta en práctica desde la Guerra de la Independencia -sobre todo durante el Bienio Progresista (1854-1856) y el Sexenio Democrático (1868-1874) (vv.)– facilitó la entrada de capital extranjero y de sociedades financieras e industriales debido a los privilegios concedidos en cuanto a aranceles y franquicias, situación que durante el s. XX se intentó modificar con la aplicación de medidas económicas basadas en el proteccionismo y la autarquía (vv.).

Desde el s. XVIII, la Corona se interesó en impulsar la producción textil (v.) interior frente a la exterior a través de concesiones fiscales que buscaban el reporte de mayores impuestos indirectos. Así, Felipe V (1700-1746) prohibió, mediante decretos del 20-VI-1718 y del 20-IX-1718, la entrada en España de telas y tejidos procedentes de Asia, legislación ampliada el 4-VI-1728 a los productos de algodón y tejidos pintados originarios de Asia, áfrica y Europa; al mismo tiempo, la monarquía se esforzó en combatir el contrabando y en potenciar rivales comerciales de los países beneficiados tras el Tratado de Utrecht (1713), aunque la Paz de París (1727) paralizó estas últimas iniciativas. No obstante, el Convenio de Eminente (1698) firmado en tiempos de Carlos II (1665-1700) seguía beneficiando la entrada en España de productos extranjeros, y la “gracia de pie de fardo” –reducción de impuestos– había sido ratificada en los pactos de Utrecht. El Consejo Real y Supremo de Indias, en un informe entregado al rey (22-VIII-1720) destacaba que el problema de la manufactura textil española no estribaba en la ausencia de demanda, sino en la imposibilidad de abastecer ésta con precios que pudieran competir con los de otros países, con lo que la solución no pasaba únicamente por la vigilancia sobre el contrabando sino por reconducir la política de gastos e inversiones de los fabricantes españoles y revisar las tasas de impuestos aplicados, aunque este último aspecto no sería tenido en cuenta plenamente hasta 1756, durante el reinado de Fernando VI (1746-1759), y 1779, durante el de Carlos III (1759-1788), en el que se realizaron importantes propuestas de reformas económicas y estructurales por parte de los pensadores adscritos a la Ilustración (v.). En la década de 1740, y como parte del desarrollo de la política de reducciones fiscales, aparecieron las “compañías de comercio privilegiadas” (Granada y Sevilla, 1744; Aragón y Extremadura, 1746; Toledo, 1748), que obtenían exenciones a cambio de la instalación de telares, aunque un decreto de 1752 igualó su situación fiscal a la de otros productores. La competencia textil inglesa se intentó combatir también con la contratación de artesanos holandeses que iniciaron sus manufacturas en 1719, en Guadalajara, pero el primer balance (1722-1724) no arrojó resultados satisfactorios, y durante los años siguientes el precio de coste de las piezas siguió siendo superior al de venta. A mediados del s. XVIII se instalaron nuevas manufacturas reales en Talavera de la Reina (Toledo), y posteriormente se abrieron talleres en Segovia, ávila y Ezcaray (La Rioja) que siguieron un régimen de colaboración entre las iniciativas pública y privada.

En cuanto a la industria textil, se produjo una notable disminución de telares y producción como consecuencia de la larga Guerra de Sucesión (1701-1714; v.) y de los nuevos sistemas fiscales introducidos por el primer rey de la dinastía de los Borbón, pero en los talleres valencianos se intentaron contrarrestar estas circunstancias y la competencia exterior con la calidad del acabado y la flexibilidad en las condiciones de fabricación. A finales del s. XVIII se inició la mecanización de hilado con la máquina inglesa jenny, a la que siguió el throstles, aparatos que pronto se utilizaron en las capitales y en localidades como Berga y Martorell; a principios del s. XIX llegaron de Francia las primeras mullejenny, perfeccionamiento de la jenny y el throstles, aunque su expansión se vio frenada por la Guerra de la Independencia. Esta mecanización estuvo originada por el aumento de salarios de los operarios catalanes, razón por la que los empresarios buscaron otros métodos para abaratar los costes de producción, situación que no se produjo en Castilla. Para la incipiente industrialización española, la guerra contra las tropas napoleónicas iniciada en 1808 significó un gran retroceso en su desarrollo, aunque el final de la contienda supondrá también el de la Edad Moderna y del Antiguo Régimen y dará paso al inicio de la Edad Contemporánea y del liberalismo (v.), cuyos efectos en la economía y en el desarrollo social y cultural serán fundamentales en los ss. XIX y XX. Las medidas proteccionistas aplicadas durante el Trienio Constitucional (1820-1823) y las arancelarias de 1826 favorecieron la recuperación de la industria, y unos años después (1833) el vapor fue introducido en los sistemas de fabricación textil gracias a los privilegios fiscales concedidos en 1831. No obstante, la relativa paralización del sector textil catalán durante el primer tercio del siglo originó la aparición de nuevos centros en Málaga, Sevilla y La Rioja, adonde llegaron nuevas máquinas procedentes de Lieja. Como consecuencia de este proceso, surgieron talleres auxiliares de reparación de maquinaria, gestionadas en principio por empresas británicas, que en la década de 1830 tenían ya capacidad para construir sus propios mecanismos. En cuanto a la industria siderúrgica (v.), la depresión del s. XVII no había producido efectos tan profundos como en la pañería castellana, aunque a principios del XVIII fue necesaria una reorganización de las ferrerías vascas debido a la demanda exterior, a pesar del retroceso que ésta sufrió entre 1700 y 1750, fecha a partir de la cual se inició la recuperación de la flota y el mercado interior. Pero la introducción en los mercados franceses del hierro procedente de Rusia y Suécia y el encarecimiento del precio del carbón (v.) provocarán la estabilización de la producción siderúrgica en la cornisa cantábrica, que precisó nuevas medidas proteccionistas a finales del s. XVIII y principios del XIX.

Los historiadores parecen estar de acuerdo en que el s. XIX es el del fracaso de la industrialización en España y, en consecuencia, de la modernización de las estructuras económicas y sociales, que continuaron apoyadas en la agricultura y en la población rural, poco dispuesta a asumir su condición de asalariada. Sin embargo, la iniciativa privada catalana destinada a crear la base de un tejido industrial competitivo y la legislación progresista del periodo 1854-1856 y de las Cortes salidas de la revolución de 1868 tuvieron también consecuencias positivas, pues fueron impulsados los sectores algodonero y siderúrgico, los mismos que habían protagonizado la primera revolución industrial en Inglaterra -es decir, la primera fase del proceso de industrialización-, aunque la falta de desarrollo de otros sectores secundarios impidió el establecimiento de una sólida red financiera y comercial que pudiera remediar la falta de técnica y de recursos naturales. En cuanto al sector algodonero, conviene comparar, aún en este periodo, las situaciones inglesa y española. Ambas naciones tenían necesidad de importar la materia prima, pero Inglaterra tenía sobre España dos factores a favor de su desarrollo: combustible abundante (carbón) para las máquinas de vapor y una creciente demanda interna debida al desarrollo demográfico y a un alto nivel de renta; si a estas dos cuestiones se suman la abundancia de mano de obra -por lo tanto, barata–, un mayor nivel educativo -a principios del s. XIX, España, Italia, Portugal y Rusia ofrecían las tasas más bajas de alfabetización, mientras que Inglaterra, Alemania y los países nórdicos tenían ya las más altas y a finales de la centuria alcanzaban al 90% de la población- y una base económica fuerte, se entiende, a juicio de los historiadores, la diferencia existente con España desde finales del s. XVIII. El carbón extraído de las cuencas mineras españolas no era de la calidad suficiente para abastecer las máquinas de vapor que comenzaban a ser instaladas en las fábricas, y los centros industriales que mayor demanda de combustible ofrecían (Cataluña) se encontraban alejados de los principales núcleos de extracción (Asturias y Ciudad Real), lo que incrementaba el precio del producto. Por otra parte, el comercio (v.) colonial comenzó a reducirse desde principios de la centuria, y el peninsular no aumentó debido a la estabilización demográfica, a la falta de transporte y a la situación de pobreza originada durante todo el siglo por las numerosas crisis de subsistencias (v.). Pese a ello, la industria textil algodonera creció en el s. XIX, fundamentalmente en Cataluña, gracias a sus relaciones con los mercados transoceánicos, a su mayor aumento demográfico, a la existencia de mano de obra cualificada y a determinadas iniciativas empresariales que se distanciaron de la general indiferencia ante los avances técnicos y científicos que tenían lugar en Europa. Inglaterra mantuvo durante toda la centuria las ventajas de la industria innovadora, en cuanto que sus redes comerciales eran más amplias y seguras, sus planes de producción se ajustaban más a la realidad y su tecnología estaba siempre más avanzada que la continental. En consecuencia, los precios de venta de los productos textiles salidos de las factorías inglesas resultaban siempre más bajos, hecho ante el cual los centros de producción de Europa no tuvieron más remedio que especializarse (Bélgica y Suiza) o recurrir a la protección arancelaria (España y Francia).

Tras la llegada de las primeras máquinas de hilar y de vapor -éste, en el primer año del reinado de Isabel II (1833-1868)-, la industrialización en Cataluña sufrió una nueva paralización debido a la I Guerra Carlista (1833-1840), pero el final de ésta y el triunfo del liberalismo dieron paso a la introducción en España de las sel-factinas, castellanización de las self-acting machines, máquinas de hilar de invención inglesa que pronto originaron la protesta obrera y los primeros casos de ludismo (oposición al uso de máquinas para reducir la mano de obra), cuyos activistas ya habían protagonizado en 1835 el incendio de la fábrica El Vapor, de José Bonaplata. El nuevo concepto de aplicación del trabajo, el maquinismo, tiene su origen en España en una orden de 1817 por la que se autorizaba la importación de máquinas y aparatos destinados a las fábricas. Durante el Trienio Constitucional el permiso quedó restringido a la industria textil, pero en 1824 fue renovado para todo tipo de utensilios industriales. Hasta 1855 se mantuvo el desarrollo y expansión de la industria algodonera catalana -incluso con los efectos derivados de la II Guerra Carlista (1846-1849) o Guerra dels Manners-, que propició el establecimiento de otras (química y mecánica) y la migración de trabajadores castellanos y andaluces, pero el inicio del Bienio Progresista, aunque reportó beneficios a la industria en general, hizo decrecer el sector algodonero debido a la apertura de nuevos campos de inversión. Al mismo tiempo, las crisis de subsistencias de 1857-1858 y 1864-1868 -que no serían las últimas del siglo- afectaron a la demanda, y la Guerra de Secesión (1861-1865) en EE.UU. al suministro de la materia prima, por lo que ese periodo es conocido como el del “hambre de algodón”. La etapa de recuperación correspondiente sobrevino en la década de 1870, periodo de continuas alteraciones debidas al reinado de Amadeo I (1870-1873) y a la I República (1873-1874), que concluyeron con el inicio de la Restauración (v.), y al desarrollo de la III Guerra Carlista (1872-1876). Sin embargo, una nueva crisis en la década de 1880 daría lugar al Memorial de Greuges (1885), elaborado por distintos sectores económicos y culturales de la sociedad catalana en defensa de sus intereses y entregado al rey Alfonso XII (1874-1885). Los nuevos aranceles de 1891 (arancel Cánovas) y 1892, sumados al desarrollo de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas (1882), impulsaron las exportaciones algodoneras durante las guerras de Cuba, proceso que no se detuvo tras la Guerra Hispano-Estadounidense (vv.) y la pérdida de las últimas colonias hispanoamericanas (1898) y que se mantuvo hasta el segundo decenio de la centuria siguiente, si bien con unas características muy diferentes. Además, el final de la etapa colonial española después de cuatrocientos años supuso la repatriación de capital, especialmente de Cuba y Filipinas, que pudo aliviar la falta de inversión interna necesaria para el desarrollo industrial.

Además de la industria algodonera, el otro gran sector de la industrialización en el s. XIX fue el siderúrgico, que en España contó con las dificultades de no disponer de combustible barato -en cuanto que la hulla española, a diferencia de la inglesa, no produce buen coque- ni de demanda interna. El primero de estos dos factores será determinante en la localización geográfica de la industria del hierro. A principios del s. XIX los primeros altos hornos se establecieron en Málaga debido a los yacimientos de Ojén y Marbella, explotados desde 1826 por la empresa La Constancia; así mismo, en Cazalla de la Sierra se afincó la firma El Pedroso. Ambas factorías tuvieron desde el principio el mismo problema, el encarecimiento que suponía la utilización de carbón vegetal como combustible. Desde mediados de siglo tomó auge la industria siderúrgica asturiana originada en las cuencas de Mieres y Langreo. La fábrica de Mieres, creada en 1844, fue constituida como Asturiana Mining Company y adquirida sucesivamente por la Compagnie Minière et Métallurgique de Asturies (1852), la Houillère et Métallurgique de Asturies (1865) y la sociedad Numa Guilhou (1870), todas de capital francés. La explotación de La Felguera fue creada como Sociedad Metalúrgica Duro y Compañía. Tanto la fábrica de Mieres como la de La Felguera utilizaban como combustible carbón mineral extraído de las cuencas asturianas, lo que significaba una importante ventaja económica frente a las explotaciones andaluzas. En 1841 -al año siguiente de la finalización de la I Guerra Carlista- se había constituido en Begoña (Vizcaya) la primera sociedad anónima destinada a explotar el mineral en la provincia, que en 1848 construyó el primer alto horno. Después, en 1854, la familia Ibarra estableció una fábrica en Barakaldo, que en 1860 pasó a denominarse Ibarra y Compañía. La producción de hierro en Vizcaya aumentó en el segundo tercio del s. XIX debido a la actividad de fábricas como las de San Francisco (Sestao, 1879), Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero -creada en 1882 a partir de Ibarra y Compañía-, La Vizcaya, fundada también en 1882, y la Sociedad Anónima Iberia, constituida en 1888. Estas tres últimas compañías se fusionaron en 1902 y formaron la sociedad Altos Hornos Vizcaya (AHV), proceso posterior a la obtención en España del primer lingote de acero mediante el convertidor Bessemer (1885) y a la introducción de los hornos Martin-Siemens (1889). A pesar de ello, en 1900 España continuaba situada en los últimos lugares respecto a la producción de lingotes de acero y únicamente aventajaba a Italia; la producción nacional de lingote de hierro suponía, en esa fecha, el 10% de la rusa, el 4% de la alemana y el 3% de la británica; en cuanto al lingote de acero, la alemana ya había superado a la británica y España únicamente producía el equivalente al 1 % de la suma de ambas y al 6% de la rusa. Según diversos autores, una de las razones del atraso de la siderurgia española se encuentra en la exención arancelaria que se dio al material ferroviario mediante la Ley General de Ferrocarriles de 1855, promulgada durante el Bienio Progresista, aunque aquéllos también se preguntan si la siderurgia nacional hubiera podido abastecer la demanda de las empresas encargadas de construir los raíles, como la MZA (Ferrocarril Madrid-Zaragoza-Alicante) o la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España.

Aunque tradicionalmente la historia de la industrialización española en el s. XIX está basada en los sectores algodonero y siderúrgico, hubo otras industrias que tuvieron gran desarrollo e importancia en otras regiones españolas, como la vitivinícola (v.) en Andalucía, negativamente afectada por la plaga de la filoxera (v.) de finales de la centuria; la del corcho (v.), corchera y corchotaponera, en Girona, estrechamente relacionada con la vinícola y, por tanto, vinculada también al periodo de crisis de ésta; la papelera (v.), cuyo principal exponente fue la fábrica La Esperanza, en Tolosa (Guipúzcoa, 1842); la de gas (v.), establecida sobre todo en aquellas ciudades con alumbrado público, como Barcelona desde 1842; la de electricidad (v.), cuyos comienzos datan del último tercio de la centuria; la lanera (v.), que continuó estando asentada en Cataluña y Castilla; la sedera (v.), en Valencia y Murcia y, después, en Barcelona; la química (v.), desarrollada al principio como industria auxiliar y después como productora de explosivos; la de la minería (v.), en Huelva y Asturias; la mecánica y metalúrgica (v.), cuyos centros fueron Barcelona (Nuevo Vulcano, Compañía Barcelonesa de Fundición y Construcción de Máquinas, Sociedad de Navegación e Industria y, desde 1855, La Maquinista Terrestre y Marítima o MTM) y el País Vasco (Vasco-Belga, Vasconia, S.A. Echeverría y Compañía Euskalduna), y la de transporte naval (v.), favorecida por la Ley de Construcción de la Escuadra (1887), que originó la constitución de la compañía Astilleros del Nervión (1888). Aun así, los cinco factores básicos para la industrialización en el s. XIX, según los historiadores de economía, permanecieron en España con índices muy inferiores a los de Inglaterra, Alemania y los países nórdicos. El déficit de estas cinco cuestiones (iniciativa empresarial, estado de la técnica, capital real, capital financiero y nivel de demanda) originó el retraso de la industria española, entre cuyas causas no debe obviarse la historia política. La permanencia de la estructura del Antiguo Régimen hasta el primer tercio del s. XIX limitó la demanda y el consumo interno, pues a la concentración de la propiedad de la tierra en sectores claramente improductivos se suma la dificultad de inversión, artesanal o industrial, por ausencia de capital y por la influencia corporativa derivada de la representación gremial. En estas circunstancias, que comenzaron a ser modificadas después de la Guerra de la Independencia y del final del reinado de Fernando VII (1808-1833), el éxito de la Revolución Industrial únicamente hubiera sido posible con el advenimiento de la revolución burguesa y, consecuentemente, la desamortización (v.) y la libertad de industria y comercio. El reinado de Carlos III y el movimiento ilustrado hubieran podido suponer algunas reformas estructurales en los últimos decenios del s. XVIII, pero el temor a los efectos de la Revolución Francesa (1789), primero, y la derogación de la legislación emanada de las Cortes de Cádiz (1812-1813), después, frenaron cualquier intento de modernización social y económica, que únicamente pudo ser retomado con la aparición del liberalismo en el escenario político español, la abolición de las instituciones feudales y la afluencia de capital exterior favorecida por la protección arancelaria.

Hasta la construcción del tendido ferroviario, la dificultad de los transportes contribuyó a la uniformidad regional de las actividades artesanales, que tenían un radio de acción corto y abastecían los mercados próximos. En la segunda mitad del s. XIX este equilibrio dio paso a la especialización y, como ya ha quedado expuesto, los diferentes sectores industriales se concentraron en aquellos lugares en que los recursos naturales eran más propicios. De este modo surgió lo que los historiadores han denominado “industria periférica”, cuyas principales fases ya han sido mencionadas, como la introducción de la primera máquina de vapor, la fundación de MTM o la creación de las empresas siderúrgicas que se fusionarían en AHV, además de la aparición de la banca privada moderna con la constitución del Banco de Bilbao y el Banco Santander (1857), a los que siguieron el Banco Hipotecario de España (1872), el Banco Hispano Colonial (1876) y, en el cambio de centuria, el Banco Guipuzcoano (1899), el Banco Hispano Americano (1900), el Banco de Vizcaya (1901) y el Banco Español de Crédito (1902). Hasta esta última fecha hubo intentos de protección y fomento de la industria nacional, que se gestaron con mayor impulso en los primeros años del s. XX hasta originar la ley de 14-II-1907 sobre admisión de artículos de producción nacional en los contratos del Estado. La nueva normativa prohibía la adquisición de productos extranjeros, excepto cuando la urgencia o la calidad así lo requiriesen, y para su estricto cumplimiento quedó constituida ese mismo año la Comisión Protectora de la Producción Nacional, encargada también de la elaboración de distintas leyes proteccionistas para el fomento de la industria naval (14-VII-1909), para la protección y el desarrollo de industrias existentes y de las de nueva creación (2-III-1917), para el ordenamiento de las industrias (22-VII-1918) y para las autorizaciones arancelarias (22-IV-1922). En 1925, durante la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930; v.), la comisión de 1907 fue incluida como órgano dependiente del nuevo Consejo de Economía Nacional. Pero esta actividad legisladora de la segunda década del siglo estuvo también relacionada con el desarrollo de la I Guerra Mundial (1914-1918), durante la cual se complementaron dos factores: la falta de importación de los países contendientes y el desarrollo de las industrias auxiliares de guerra en países neutrales, como España. No obstante, la ley de 1917 no arrojó buenos resultados y los principales apartados del texto legal (aranceles, exención de tributos, aplazamiento de impuestos, créditos y garantía de inversiones) quedaron sin efecto. Sin embargo, como consecuencia de esa misma ley quedó constituido en 1920 el Banco de Crédito Industrial (BCI), cuyas competencias fueron ampliadas y reglamentadas en 1927 y 1929 para que pudiera conceder créditos destinados a la creación y expansión industrial. Las normativas complementarias de la legislación proteccionista dictadas entre 1920 y 1930 quedaron sin efecto al día siguiente de la proclamación de la II República (14-IV-1931), cuyas Cortes aprobaron (ll-VII-1935) un proyecto de ley sobre protección de la industria nacional, pero el inicio de la Guerra Civil (1936-1939; v.) y los cambios políticos subsiguientes dieron un nuevo giro a la tutela industrial por parte del Estado. Para entonces, España había alcanzado en 1931 el máximo índice de producción industrial anterior a la guerra, aunque durante todo el periodo republicano la economía nacional sufrió los efectos de la crisis mundial iniciada en 1929. La Guerra Civil produjo en la economía y en la industria los efectos lógicos de una contienda interna. Pero en el caso español las circunstancias de la posguerra se agravaron con la situación internacional creada por el comienzo de la II Guerra Mundial (1939-1945), ante la que España se mantuvo neutral. El régimen del general Franco (1939-1975) comenzó inmediatamente el periodo de la autarquía (v.), y desde 1939 las restricciones frente a la producción extranjera fueron más importantes que la legislación arancelaria. En consecuencia, el mercado interior dejó de recibir aquellos productos que ya se fabricaban en España, o de los que había sucedáneos o similares, y comenzó a fabricar otros que hasta entonces eran importados. Esta política económica tuvo dos efectos contrarios: por un lado, impulsó la industria española con la creación de nuevas empresas y el fortalecimiento de los sectores existentes para sostener el autoabastecimiento; por otro, detuvo la expansión de esa misma industría al no poder establecer intercambios internacionales. Dos años después de finalizada la guerra fue creado el Instituto Nacional de Industria (INI; v.) según un proyecto basado en el Istituto per la Ricostruzione Industríale (IRI), fundado en Italia por B. Mussolini en 1938. de este modo, el Estado pasó a participar directamente en el proceso industrial, en el que ocuparon un lugar importante las empresas de fabricación de material de guerra, en previsión –sobre todo, hasta 1950– de una hipotética invasión de España por parte de los ejércitos aliados que estaban combatiendo en la confrontación mundial. Este mismo objetivo ya había sido formulado con las leyes proteccionistas de 24-X-1939, sobre protección y fomento de la industria nacional, y de 24-XI-1939, sobre ordenación y defensa del sector, con las que se facultaba a la Administración para ayudar y mantener las empresas nacionales a través de cinco tipos de beneficios que podían obtener aquellas empresas que fueran declaradas de interés para la nación. Dos años después de la promulgación de estas leyes fue modificada la denominación “interés nacional” por la de “interés preferente” y se amplió la posibilidad de calificación a áreas regionales, aunque los objetivos de la normativa siguieron siendo, esencialmente, los mismos. Durante la década de 1940, en el primer decenio de la autarquía, el crecimiento industrial fue lento debido a la escasez de energía y de materias primas, elementos que la producción interior no siempre podía ofrecer, y el final de la guerra mundial no sólo no supuso efectos positivos inmediatos para la economía española, sino que la reprobación del régimen de Franco por parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1946) y la exclusión de España de los planes de ayuda para la reconstrucción europea (Plan Marshall, 1948) favorecieron la política autárquica aplicada desde 1939 por las autoridades económicas del franquismo (v.). Pero a partir de 1950 la coyuntura internacional aportó nuevos factores que impulsaron el mercado español. EE.UU. estableció relaciones diplomáticas con el régimen de Franco y le concedió un crédito de 62,5 millones de dólares, ampliado a cien millones al año siguiente; ese mismo año fueron creadas la Empresa Nacional Siderúrgica, S.A. (Ensidesa) y la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, S.A. (Seat). Véase también la información acerca del «desarrollismo».

España pasó a formar parte de organizaciones internacionales que hicieron mejorar su imagen exterior y que harían, en la década siguiente, atraer nuevas inversiones, como la ONU (1955) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) –futura Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)– en 1958, entre las más importantes. Por otra parte, en 1953 se firmaron los primeros Acuerdos Hispano-Estadounidenses (v.) de cooperación militar y en 1959 el presidente de EE.UU., Dwight D. Eisenhower (1953-1961), visitó al general Franco. Es decir, en apenas un decenio, el Estado español había conseguido integrarse en buena parte de los foros internacionales en los que se decidía el futuro político, económico y cultural del mundo occidental. Además, la economía española comenzó a obtener rendimientos de un sector que hasta esos años permanecía sin explotar y que en las décadas siguientes se convertirá en la principal entrada de divisas: el turismo (v.). Por consiguiente, entre 1951 y 1959 el crecimiento de la producción industrial alcanzó índices similares a los de 1930 y mediante las ayudas crediticias se amplió el comercio europeo, aunque esta aceleración de la industrialización fue desequilibrada y originó una excesiva fragmentación, tradicional problema de la industria española del s. XX que se sumó a los originados como consecuencia de dar por finalizado el periodo autárquico: la existencia de pequeñas empresas que resultaban válidas para el abastecimiento del mercado interno pero no para competir internacionalmente y la necesidad de liquidar otras que, destinadas a la fabricación de sucedáneos mediante subvenciones, eran incapaces de pasar a otro estado de producción o de financiación. El 21-VII-1959 fue aprobado por el Consejo de Ministros el Plan de Ordenación Económica o Plan de Estabilización (v.), punto de partida de un nuevo periodo económico e industrial –en el que surgirán los Planes de Desarrollo y, consecuentemente, la época del “desarrollismo” (vv.)- que se prolongará hasta 1973, año en el que una nueva crisis internacional derivada de la elevación de los precios del petróleo obligará a la modificación de las estructuras industriales de los países desarrollados. En el caso de España, el cambio en el esquema industrial estará determinado por su ingreso en la Comunidad Europea (CE, 1986) –posterior Unión Europea (UE, 1993)– y las necesidades de convergencia resultantes del Tratado de Maastricht, firmado en 1992 por los países miembros para la consecución de la unión económica y monetaria.

En 1941 quedó constituido el INI. Adscrito a la Presidencia del Gobierno hasta 1968, y a partir de entonces al Ministerio de Industria, el INI debía impulsar la creación de industrias y controlarlas hasta su asentamiento y desarrollo, momento en que debían pasar al sector privado, tarea financiada mediante la emisión de Deuda Pública y créditos del Banco de España. En sus más de cincuenta años de historia, la cobertura del instituto estatal ha llegado a todos los sectores de la producción industrial, aunque los cambios políticos producidos en España desde la entronización de Juan Carlos I (1975) han hecho variar la orientación y objetivos de este organismo público. Por otra parte, no es éste el único grupo de empresas estatal, pues desde la década de 1970 se mantiene activa la Dirección General del Patrimonio del Estado (DGPE), con intereses en los sectores de comunicación y transportes (v.), construcción y vivienda (vv.), textil, minería y obras públicas, entre otros, y en 1981 fue creado el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH; v.) para agrupar a las empresas pertenecientes al sector de hidrocarburos (v.) que dependían hasta entonces del INI y de la DGPE; posteriormente, el INH verá modificada su estructura por la Compañía Logística de Hidrocarburos (CLH, 1992) y la Ley de Ordenación del Sector Petrolero (1993). Además existen otros grupos de empresas públicas –aparte de las que, según algunos economistas, forman parte del “INI clandestino”, es decir, aquellas que son sostenidas por el Estado a través de créditos continuos-, entre ellas el Instituto para la Promoción Pública de la Vivienda (IPPV), la Sociedad Estatal de Promoción y Equipamiento del Suelo (SEPES), las juntas de puertos y aeropuertos nacionales, el Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (Icona; v.), el Servicio Nacional de Productos Agrarios (SENPA; v.) –anterior Servicio Nacional del Trigo (SNT, 1939)–, el Fondo de Ordenación y Regulación de los Precios y Productos Agrarios (FORPPA; v.), la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre (FNMT; v.) y otras relacionadas con la agricultura, las comunicaciones y la cultura y con las diferentes administraciones de las comunidades autónomas.

Uno de los componentes más importantes en el tejido industrial español es la abundancia de empresas de tamaño pequeño o medio, las pymes, caracterizadas por su facilidad de cambio ante nuevas situaciones financieras o productivas y por su capacidad de creación como entidades independientes o al servicio de otras empresas mayores, factores que suelen desembocar en una mayor competitividad en el mercado. Por otra parte, muchas de estas pymes tienen su origen en pequeñas empresas familiares agropecuarias o artesanas, lo que se traduce en una plantilla reducida con escasa o nula conflictividad laboral. No obstante, las pymes se enfrentan a las limitaciones derivadas de su propia naturaleza, lo que les obliga a no realizar producción a gran escala, a la obtención de precios más elevados por las materias primas y a la dependencia estructural y comercial de las grandes empresas nacionales o multinacionales. Desde la Administración, las pymes están apoyadas por el Instituto de la Pequeña y Mediana Empresa (IMPI), creado el 2-V-1978, en el aspecto productivo, y por las Sociedades de Garantía Recíproca (SOGAR), constituidas el 26-VII-1978, en el financiero. En cuanto a las grandes empresas industriales, entendidas éstas desde cualquiera de sus rasgos fundamentales (cifra de ventas, capital social, beneficio neto, plantilla) e independientemente de los grupos mencionados al que pertenezcan (INI, DGPE), ofrecen unas dimensiones inferiores a las existentes en el resto de Europa, por lo que en el último cuarto del s. XX la industria española ha asistido –y asiste– a un proceso de concentración necesario para poder estar presente en los mercados comunitarios y de reciclaje de sus objetivos primordiales, en los que han primado siempre la estructuras jerárquicas, las ventas y la financiación sobre la planificación, el control y la investigación. de esta situación se deriva la tradicional dependencia tecnológica exterior, que desde la Administración se intentó paliar con la creación de la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT) en 1961, que en 1986 fue substituida por la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología (CICYT), encargada de la ejecución del Plan Nacional de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico, o apoyo financiero estatal a I+D a través del Plan Electrónico e Informático Nacional (PEIN).

Desde principios de la década de 1980, tanto las grandes empresas como las pymes se han sometido a distintos planes de reconversión industrial marcada por las consecuencias de la crisis internacional de 1973 y de la adaptación a los mercados internacionales. Iniciada mediante la ley del 5-VI-1981, confirmada por las de 9-VI-1982 y 31-XII-1982, la reconversión afectó a los sectores de electrodomésticos, aceros especiales, siderurgia integral, textil, equipo eléctrico de automóviles, construcción naval, se-mitransformados de cobre (v.), componentes electrónicos, acero común, calzado y forja pesada. La Ley para la Reconversión Industrial y la Reindustrialización, de 26-VII-1984, intentó corregir los desfases que se habían producido desde la legislación anterior en cuanto a recolocación de trabajadores y configuró las áreas geográficas incluidas en las zonas de urgente reindustrialización (ZUR), procesos vigentes en los primeros años de la década de 1990.

Autor: Cambó

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