Unión de Valencia

Unión de Valencia en España en España

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Liga de los nobles y de las ciudades y villas valencianas que surgió en 1347, a imitación de la Unión de Aragón.

Como esta, tuvo dos órganos: la asamblea general y los conservadores, nombrados por aquella. Aquí, sin embargo, tuvo un carácter diferente, más popular y más revolucionario. Su principal motor fue la ciudad de Valencia, a la que siguieron más tarde o temprano casi todas las villas valencianas y una buena parte de la nobleza, e incluso algún alto oficial real, como el vicecanciller Arnau Sanbrera.

Las principales reivindicaciones fueron: la magistratura del justicia, como Aragón, la reunión anual del parlamento de Valencia para elegir a los conservadores de la Unión, la asistencia de los valencianos en las cortes aragonesas y la de los aragoneses en las cortes valencianas para defender los intereses de la Unión, incompetencia del rey para castigar a los miembros de la Unión, etc.

El motivo que determinó la formación de la liga fue el nombramiento de la niña Constanza, hija de Pedro el Ceremonioso, como heredera de los reinos y la destitución del infante Jaime, hermano del rey y presunto heredero, del cargo de procurador general. Ambos hechos tuvieron lugar en Valencia los primeros meses de 1347, y provocaron no solo un descontento considerable, porque violaban la tradición catalana y aragonesa, sino también una corriente sentimental, mucho más peligrosa, de simpatía hacia el despojado, que empezó a hacer partidarios, razón por la que el rey lo expulsó de la ciudad.

Luego de haber partido también el monarca, en mayo de 1347, se formó una Unión, como la aragonesa, que intentó también, sin éxito, extender el movimiento en Mallorca. A pesar de que el rey, preocupado, ordenó a continuación que los oficiales reales se titularan como procuradores suyos y no de la infanta, el movimiento fue creciendo. Los unionistas, entre los que figuraron Jaume Castellano, Juan Lopes Boil, Juan y Mateo Llançol, Humbert y fray Dalmau de Cruïlles, etc, convocaron prelados, nobles, caballeros y procuradores de ciudades y pueblos para tratar los agravios que el rey les hacía. Por su parte, el nuevo gobernador de Valencia, Pedro de Jérica, que había abandonado la ciudad asustado por el giro que tomaban los acontecimientos, convocó en Villarreal a los nobles y las villas que le parecían fieles el 14 de junio. De éstas sólo Xàtiva y Burriana se alinearon junto al rey (y Xàtiva recibió por ello el título de ciudad), mientras que Morvedre y Morella se declaraban neutrales.

Entre los nobles, se inclinaron por el rey el hermano del gobernador, Alfonso Roger de Lauria, Pere de Tous, maestro de Montesa, Nicolás de Joinvilla, conde de Terranova, Gonçal Días de Arenoso, Gilabert de Centelles, Ramón de Riu-sec, Ramon de Boixadors, etc, y numerosos caballeros. A continuación ambas partes empezaron a reunir tropas, pero la guerra de la Unión tardó varios meses en estallar. La chispa decisiva fue la noticia de la muerte del niño Jaume en Barcelona, ​​en noviembre de 1347, que provocó un alboroto popular, en el que las casas de los nobles y los ciudadanos que no se habían adherido a la Unión fueron saqueadas e incendiadas y se produjeron varios asesinatos.

Muerto el infante Jaime, el infante Fernando, que estaba en Castilla, ocupó su lugar a la cabeza de la Unión. Los esfuerzos del rey se dirigieron entonces a impedir que Castilla ayudara a los unionistas, y ofreció al niño la gobernación general del reino. Pero sus gestiones fracasaron, y el niño no tardó en enviar tropas castellanas a Valencia y en ir personalmente. Las derrotas realistas de la Pobla Llarga y de Bétera (1347) decidieron al rey a pasar a Morvedre con sus tropas; pero, licenciadas estas por falta de dinero para pagarlas, una insurrección popular lo puso a merced de los unionistas, que le obligaron a partir hacia Valencia. Aquí tuvo lugar, poco después de su llegada, el famoso alboroto contra los consejeros reales, el 6 de abril de 1348, durante el cual fue asaltado el palacio real, donde el rey tuvo que salir con los alborotadores para calmarlos y, de vuelta, tuvo que estar entre ellos.

Prisionero de hecho de los unionistas, el rey tuvo que ceder a sus demandas: firmó la Unión de Valencia, les concedió un justicia, como Aragón, y otorgó la procuración general al infante Fernando y lo designó como su sucesor, confirmando lo que parece que ya había otorgado a Morvedre. La propagación por la ciudad de Valencia de la Peste Negra permitió irse al rey, sin que los unionistas osaran retenerlo, exponiéndolo a peligro de muerte, y se dirigió a Teruel, para reorganizar sus fuerzas.

Derrotada la Unión aragonesa en Épila (1348), el rey pudo volverse contra la Unión valenciana y vencerla algunos meses después en Mislata. Valencia tuvo que rendirse a merced del rey, que, si bien, según su crónica, habría querido quemarla y sembrarla de sal, la perdonó, excluyendo, sin embargo, del perdón a los unionistas muertos durante la guerra (cuyos bienes fueron confiscados), las personas de condición noble, los oficiales reales, una lista de 20 personas y los que hubieran tomado parte en las batallas de Puebla Larga, Bétera y Mislata, en las que se habían enfrentado con capitanes reales que llevaban su enseña.

Fue por este carácter de insurrección armada contra su autoridad que el rey castigó mucho más rigurosamente a los unionistas valencianos que los de Aragón, donde hasta Épila se había mantenido la ficción de la lucha entre facciones nobiliarias y ciudadanas, sin intervención de las tropas reales. Por otra parte, parece que los unionistas valencianos habían impuesto un régimen de terror en Valencia, con ejecuciones nocturnas sin juicio de los sospechosos, que tampoco parece que fuera el caso de Zaragoza.

Luego que el rey entró en la ciudad, el 10 de diciembre, juzgó y ejecutó los cabecillas de la Unión que la peste y la guerra no habían hecho desaparecer previamente, los 20 de su lista, entre los que figuraban cuatro caballeros (Joan Roís de Corella, Ramon Escorna, Jaume de Romero, Ponç desolado), varios juristas, como Joan Sala, que había sucedido en la capitanía de la Unión a fray Dalmau Cruïlles, y gente del pueblo, como el barbero Gonçalvo, que había hecho bailar a los reyes con ocasión del alboroto de Valencia. Para algunos de los reos el rey encontró el refinado tormento de hacerlos beber el metal fundido de la campana que los convocaba a la asamblea de la Unión. El rey perdonó, sin embargo, a algunos nobles, entre ellos Berenguer de Vilaragut. En cuanto a los privilegios de la ciudad, exigió que le fueran entregados, y confirmó, modificó y revocó los que le pareció.

Convocatoria de las Cortes Valencianas en los Fueros del antiguo Reino de Valencia

Pedro Belluga describió en su Epopeya de Príncipes la forma de celebrar Cortes: vivió este autor en el reinado de D. Alonso V, concluyendo su obra en 1441. Escribió sobre esto mismo D. Lorenzo Mateu y Sanz por los años 1677, ciñéndose esclusivamente a las Cortes de Valencia. Trató esta cuestión el Maestro Ribelles en los primeros años de este siglo; y últimamente publicó un folleto sobre el mismo asunto el inolvidable y benemérito magistrado D. Javier Borrull.

Gerónimo Blancas escribió sobre las Cortes de Aragón; ampliando su trabajo Gerónimo Martel, ilustrado por Juan Francisco Andrés de Uztarroz.

Miguel Zarrovira estudió las Cortes de Cataluña: D. Luis Peguera publicó en 1632 una obra lemosina acerca de las Cortes; Gabriel Berart dio también a luz en 1626 un discurso sobre la representación de Cataluña; otro D. Antonio Canales en 1631; otro D. Francisco Gerónimo de León, y otro en fin D. Luis de Casanate.

Teniendo a la vista las doctrinas de estos escritores la antigua Corona de Aragón, presentaremos la organización de estos cuerpos legisladores, tan importantes en aquellos tiempos.

La potestad de convocar las Cortes residía en el rey, y era nula su reunión cuando no la autorizaba la firma del Monarca.

La convocatoria se espedía en su nombre, se sellaba con su sello, y venía con su firma. Sólo en el caso en que el Rey se hallara legítimamente impedido, podía convocar las Cortes su primogénito, el primogénito de éste. »Si no vos, Senyor, dice el Fuero, personalment, ó en cas de necesitat urgent de la vostra ó lur persona, de vostre ó lur primogenit.» Esta facultad concedida a los progenitores, debía entender en el caso de que hubieran sido reconocidos y jurados por legítimos sucesores, que tuvieran la edad competente para gobernar; y gobernaran además en aquellas circunstancias en nombre del padre y del abuelo, como Gobernadores generales o Lugar-Tenientes del Príncipe reinante, y con orden espresa suya. Porque sería chocante, dice Mateu, que el que participara de las regalías, usara de ellas sin orden del dueño.

Este cúmulo de circunstancias, exigidas por la ley hacía que fuesen muy raros estos casos; de los que apenas se encuentra algún egemplar en nuestra historia valenciana.

Prórogas de apertura

Si el Rey no podía celebrar la apertura de las cámaras en día señalado, estaba facultado para prorogarlas hasta los cuarenta días: pasado este plazo sin que hubiera tenido lugar la reunión, se tenían por disueltas las Cortes, siendo preciso una nueva convocatoria.

Estas prórogas se hacían sin embargo en forma judicial, comenzando luego por ellas el proceso o actas de la legislatura siguiente. En este proceso se continuaban todos los demás procedimientos; pues solían ocurrir negocios de justicia, precedían citaciones, se acusaban rebeldías, y se admitían instancias, usando en todo de la jurisdicción contenciosa. De aquí provino la circunstancia de constituirse en tribunal el funcionario público que estaba encargado de anunciar la próroga del parlamento: su sitial estaba para esto colocado al pie de las gradas del trono, teniendo al lado el Protonotario del reino.

De pie y descubierto este Comisionado regio leía cédula o autos de próroga; y como el Rey no podía prorogar las Cortes sin el consentimiento de los tres brazos o Cámaras representativas, los individuos que concurrían a este acto, se levantaban también, y estos en orden, esto es, el Brazo eclesiástico en frente, el militar a la derecha y el popular o real a la izquierda, protestaban respetuosamente en defensa los Fueros y privilegios del reino. El Ministro Real admitía la protesta, no sin que mediaran serios debates, y la entregaba al actuante para que constase el proceso.

Por justa deferencia a la representación nacional, el Ministro debía recibir de pie a los individuos que presentaban por escrito la protesta, oyendo con resto sus observaciones verbales. Si el delegado del monarca faltó alguna vez a esta alta consideración, debida a los delegados del pueblo, escitaba la mal profunda indignación, produciendo cuestiones desagradables y complicadas. Así sucedió en las Cortes de 1645, en que el Regente del Supremo Consejo de Aragón, el ilustrado D. Cristóbal Crespí de Valdaura, por ignorancia o por un esceso de amor propio, no llenó estas formalidades. Resentidos los Diputados, llevaron su disgusto hasta el estremo de provocar un serio debate, que comenzó en la iglesia que era de Santo Domingo de esta Ciudad, donde se celebraba acto, y continuó cada vez más imponente en el claustro, adonde salieron los Diputados, dispuestos a hacerse respetar de grado o fuerza. Esta cuestión se elevó al Rey, apoyándose los representantes en el Fuero 138 de Curia et Baj.; y el Monarca la decidió favor de los Parlamentos.

Apertura de las Cortes

Fijado el día de la apertura, se presentaba el Rey a la hora señalada en el salón, donde le esperaban de pie todos los Diputados delante de sus respectivos asientos. Desde la puerta hasta el trono acompañábanle los oficiales, a quienes correspondía este servicio; y junto al Rey marchaban los cuatro Heraldos con insignias y mazas; y en pos los Caballeros de las Órdenes Militares, los Oficiales de la corona, y demás Ministros de los Tribunales. Precedía al Monarca el Camarlengo, llevando en la mano desnudo el estoque real. En Aragón egercía este cargo honorífico el Conde de Sástago, de cuya casa pasó a la del Duque de Híjar; y en Castilla el Conde de Oropesa.

Seguían al Rey y a los de su acostamiento los grandes y Gentiles-hombres; y en es ta forma atravesaba el Monarca el salón, y se dirigía al trono.

Elevábase éste en la testera de la iglesia o sala señalada, adornado de ricas colgaduras, y cubierto el escabel de lujosas alfombras. Era costumbre colocar el trono sobre un espacioso entarimado, al que se subía por bastante número de gradas, dejando a poco más de la mitad de ellas un descanso capaz, así como lo era también el espacio que contenía la silla real debajo de suntuoso dosel.

Así que el Rey ocupaba su sitial, tomaba el estoque de mano del Camarlengo, y lo dejaba descansando, pero de modo que la punta viniera a apoyarse en el almohadón junto al pie izquierdo.

A un lado y otro de la silla se situaban los grandes y demás funcionarios de palacio; y cerca de ellos a la derecha el que hacía el oficio de Vice-Canciller, y a la izquierda el Protonotario. La parte derecha de las gradas estaba ocupada en el mismo orden con que se designan, principiando por la última, por el Regente de Valencia, el Lugar-Teniente del Tesorero general y los Ministros togados de esta Audiencia. La izquierda por el Portante veces de Gobernador de Valencia, el Baile General, el Maestre Racional, el Portante veces del Gobernador de Orihuela, el Baile General de Alicante, y últimamente los Tenientes y Asesores de estos Magistrados.

Los Heraldos ocupaban el primer descanso con las mazas al hombro.

En el salón se colocaban tres órdenes de bancos: el de la mano derecha destinado a los Prelados y Eclesiásticos; el de la izquierda a los Militares o Nobles, y el de enfrente al Brazo Real o popular.

Detrás de los escaños o bancos de la derecha se dejaba un espacio suficiente para la colocación de la servidumbre de palacio y para los Caballeros de las órdenes Militares; todos los cuales, y también el público que circundaba los demás escaños, debían permanecer en pie.

Las tres mazas que pertenecían a los tres Heraldos de las Cortes, se depositaban sobre una alfombra en el suelo, mientras se hallaban dentro del salón los Heraldos del Rey.

Sentado el Monarca, se adelantaba un Heraldo, y decía: »Su Magestad manda que os sentéis.» Y los Diputados ocupaban sus asientos. El Heraldo volvía a decir: »Su Magestad manda que os cubráis.» Y se cubrían. En seguida añadía: »Su Magestad manda que atendáis.»

Acto continuo el Protonotario del Reino desde lo alto de la grada que ocupaba, leía o pronunciaba el discurso de la corona, al que los Fueros dan el nombre de cédula unas veces, y otras de proposición, escrito en lemosín, anunciando al Reino los motivos de la presente reunión, reducidos casi siempre a manifestar el amor que le inspiraban sus vasallos, remediar los abusos que se hubieran introducido, otorgar nuevos y saludables Fueros, y atender a las necesidades públicas.

La asamblea oía con religioso silencio las palabras del Monarca, por conducto del elevado funcionario; y concluido el discurso sin vítores ni otras demostraciones, se levantaban tres Diputados, uno por cada Brazo, para contestar. En 1615 fueron encargados por el Brazo eclesiástico D. Fray Isidro de Aliaga, Arzobispo de Valencia; por el militar D. Gaspar de Rocafull, Conde de Albatera; y por el popular o real Gaspar Juan Zapata. Alguna vez solían contestar dos individuos por el Brazo noble, como sucedió entre otras, en las Cortes de 1616, recayendo entonces este honor en los Condes de Sinarcas y de Anna, justo con el Diputado eclesiástico, y con Francisco Gerónimo de Ribas del Brazo popular.

Los oradores, conducidos por el Mayordomo de palacio hasta la última grada del entarimado, hacían tres profundas reverencias, según ceremonia, y en seguida contestaba el Eclesiástico de viva voz a los puntos principales del discurso de la corona entregándolo además por escrito al Vice-Canciller con el objeto de que se uniera al proceso general.

En tiempos mas antiguos solían los Reyes perorar en estos actos solemnes, para lo cual se disponía una cátedra o púlpito adornado de telas y brocados, sirviéndoles de tema un texto de la Sagrada Escritura. Al contestar el Diputado, elegido para ello, comentaba asimismo otro texto sagrado. Blancas nos ha conservado los discursos que pronunciaron en las Cortes de Zaragoza del año 1398 el Rey D. Martín y el Arzobispo D. García Fernández de Heredia. Julio Bello en los Comentarios de su Historia contemporánea, inserta también el que pronunció en Praga en 1618 el emperador Matías.

Los Diputados oían sentados estos discursos, y aun sentados también en los primeros tiempos forales los Ministros y altos empleados de Palacio: así lo prescribían las leyes de Cataluña. Pero desde 1585 se introdujo la ceremonia de que solos los Diputados permanecieran sentados y cubiertos, y en pie todos los demás.

Concluidos los discursos, juraba el Rey la observancia de los Fueros a petición de los tres Brazos, como veremos después.

Hecho el juramento con la más religiosa gravedad, se adelantaba el Procurador Fiscal Patrimonial, y acusaba la rebeldía a los Diputados que no se habían presentado, haciendo petición en forma, que admitía el Vice-Canciller, para unirla al proceso o actas de las Cortes. Los Síndicos de cada Brazo hacían lo mismo, con la protesta empero de que esto no debía perjudicar los intereses de las universidades o pueblos que representaban los ausentes, ni los de los que fallaron por causa legítima. En seguida se concedía a los ausentes un plazo de cuatro días, como término para su presentación. Si espirado este plazo no habían concurrido, se les concedían otros dos, hasta cumplir los doce días permitidos por las leyes, y según el Fuero 120 de Curia et Bajulo.

En las Cortes de 1615, cuyos pormenores describe D. Lorenzo Mateu, trató el Rey de acortar estos trámites con motivo del alzamiento de Cataluña; pero los Diputados no permitieron esta infracción de los Fueros, a pesar de las justas causas, alegadas por Felipe IV.

Fuente: «Apuntes históricos sobre los fueros del antiguo Reino de Valencia», de D. Vicente Boix (1854)

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