Evolución Semántica de la Nación

Evolución Semántica de la Nación en España en España en España en España

Aquí se ofrecen, respecto al derecho español, referencias cruzadas, comentarios y análisis sobre Evolución Semántica de la Nación. [aioseo_breadcrumbs][rtbs name=»derecho-home»] La etimología de “nación” remite a la voz latina natio, que designaba el grupo humano caracterizado por su comunidad de origen y por tener unas dimensiones superiores a la familia, aunque sin llegar a la generalidad de un pueblo; esta denominación se aplicaba, generalmente, a grupos de extranjeros, significado que pasó al castellano común (así lo recogen los diccionarios de la Real Academia Española desde el s. XVIII) y que aún se conserva en algunos países de Hispanoamérica. Los usos del término en la Edad Media y en la Alta Edad Moderna continúan aludiendo a un grupo reconocible por sus orígenes geográficos, aspecto éste de la comunidad de origen que adquiere especial relevancia para identificar a un grupo cuando se halla fuera de su territorio.

En los textos de los historiadores medievales, las naciones eran gentes de un mismo linaje esparcidas sobre la Tierra, siguiendo el esquema de la Historia Sagrada y el relato de las vicisitudes de las clásicas tribus de Israel (que eran el modelo de la nación por excelencia). San Isidoro de Sevilla articuló en el s. VII un relato genealógico de la nación goda, cuya raíz llegaba hasta Magog, hijo de Jafet, para entroncar a los reyes visigodos con los linajes de Judá; algo semejante se observa en la General e Grand Estoria de Alfonso X el Sabio (1252-1284).

Gradualmente, “nación” fue perdiendo su connotación medieval de extranjería o de linaje errante y adquirió su significado moderno de “reyno o provincia estendida, como la nación española”, que era la definición que ofrecía Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611); o, en un sentido más restringido, el significado de un círculo de personas –definidas generalmente con un criterio territorial– que disponían de una representación propia en asambleas o consejos de distinto tipo.

Un paso significativo en esa transformación semántica de la Edad Media a la Moderna fue la organización de los concilios de la Iglesia Católica en naciones, desde que el Concilio de Constanza (1414-1418) formalizara la compartimentación de la cristiandad en un reducido número de ellas (España, Francia, Inglaterra, Italia y Alemania); tales naciones se entendían como grandes unidades singulares, cuyos soberanos trataban de igual a igual con el papa y firmaban concordatos con él. Efectivamente, el Diccionario de Autoridades (1726-1739) de la Real Academia Española da fe de que, junto a otros significados (el equivalente a extranjero y el sinónimo de nacimiento), la nación era entendida entonces como “la colección de habitadores en alguna provincia, país o reino”, aludiendo a su uso en las obras de fray Luis de Granada y en La Araucana de Alonso de Ercilla (ambas del s. XVI).

Frente a la aparente ambigüedad de aquella definición, cabe resaltar que lo que fue tomando forma entre los ss. XV y XVIII era el sentido “político” de la nación, pues el grupo humano así denominado no se identificaba por su homogeneidad racial o cultural, sino por habitar en un mismo país o demarcación política, como un reino o una provincia. Los autores españoles del s. XVIII utilizaron de forma creciente el vocablo “nación”, aplicado siempre a España y no a los antiguos reinos y provincias que habían formado la monarquía desde tiempos de los Reyes Católicos. Autores como José Cadalso, fray Benito Jerónimo Feijoo, Cavanilles, Juan Francisco Masdéu, Juan Pablo Forner o Leandro Fernández de Moratín escribieron sobre la nación española, poniéndola en contraste con otras naciones políticas europeas, como la inglesa o la francesa.

Podría pensarse que el contenido que los ilustrados españoles daban a la nación tenía connotaciones culturales, dado que uno de sus temas recurrentes era el del “temperamento” de los españoles, personalidad nacional diferenciada que permitía reconocerlos por comparación con los extranjeros. Cadalso, p. e., aborda la historia como el proceso de diferenciación de los pueblos, que han ido adquiriendo unas costumbres, una constitución y un “carácter nacional” (visión que recuerda a la de Herder). Forner, por su parte, recorre la historia nacional desde la Antigüedad, como si España hubiera sido un ente unitario con personalidad propia desde los tiempos más remotos; y emplea la idea de que el carácter específico de cada nación se manifiesta en sus creaciones culturales, lo que le permite hablar de “cultura nacional”.

Además, para hablar de la nación como un grupo humano que actúa por sí mismo a lo largo de la historia, requerían –Forner lo señala expresamente– que el grupo formara un Estado o República unida e independiente, pues era la convivencia bajo un mismo poder político la que cohesionaba al grupo, le daba rasgos comunes y creaba en él el sentimiento de pertenencia a un cuerpo común. En definitiva, cuando los ecos de la Revolución Francesa (1789-1799) llegaron a España, y cuando la propia España desarrolló su proceso de revolución liberal, el concepto de “nación” en sentido político no era una novedad ni un artificio importado de más allá de los Pirineos: aquel concepto, que había de encabezar las constituciones españolas del s. XIX como emblema del nuevo régimen, hundía sus raíces en los escritos autóctonos de la Ilustración; si no se había prodigado más, o en un empleo más abiertamente político y antiabsolutista, hay que achacarlo a la presión de la censura en el reinado de Carlos IV, que impidió la publicación de textos que reflejaran las “peligrosas” doctrinas de los revolucionarios franceses.

De 1808 a 1868

Los efectos de la Revolución Francesa, a pesar de todas las precauciones, alcanzaron a España cuando ésta fue ocupada en 1808 por los ejércitos de Napoleón. Para legitimar la usurpación del trono a favor de su hermano José, éste reunió en Bayona a una junta de notables que llamó “nacional”, a fin de que aprobaran una ley fundamental del nuevo Estado, inspirada en la de la Francia imperial. A pesar del contenido conservador de la llamada Constitución de Bayona (1808, v. Constitución de Bayona), el término “nación” ocupó en ella un lugar importante, siempre en un sentido político: aparece mencionado desde el art. 1.º como sujeto al que se atribuye la unidad religiosa; en la parte dedicada a las Cortes, a las que se da el nombre de Juntas de la Nación, ésta vuelve a aparecer como sujeto político, ya que las Cortes representarían a la nación española en su conjunto y no a sus diferentes territorios. La invasión francesa, sin embargo, desató una reacción popular que demostró hasta qué punto se hallaba extendido el sentimiento patriótico de adhesión a la nación española.

La Guerra de la Independencia (1808-1814) se desarrolló bajo el signo movilizador de la idea nacional, que servía al mismo tiempo para rechazar al Gobierno “intruso” de los afrancesados y para poner de manifiesto el carácter revolucionario de las transformaciones políticas que se habían puesto en marcha: retenida en Francia la familia real y desaparecido el entramado de las autoridades tradicionales de la monarquía, era la nación española (en el sentido de Sieyès, del pueblo llano) la que había tomado las riendas de la situación y había hecho frente a los invasores. Pronto, la nación habría de extraer las conclusiones últimas de esa situación, y dotarse de instituciones políticas nuevas para organizar su convivencia. Esas nuevas instituciones son las que aparecen en la primera Constitución española propiamente dicha (la de Bayona fue una carta otorgada por un poder invasor), que fue la elaborada por las Cortes de Cádiz en 1812. En ella aparece como concepto esencial el de nación, en su sentido político; todo el s. XIX estará marcado por la hegemonía de esta concepción política de España como nación, que no fue seriamente puesta en duda hasta la última década de la centuria.

El capítulo I de la Constitución de Cádiz (“De la Nación española”) afirmaba con fuerza el uso político y liberal del término, en la línea del abate Sieyès –aunque no sólo aplicado el estado llano–: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1); “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona” (art. 2); “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (art. 3); “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen” (art. 4). Y sigue: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen” (art. 13); “Las Cortes son la reunión de todos los diputados que representan a la Nación” (art. 27). En el ánimo de los autores de la Constitución de Cádiz, los azares dinásticos y bélicos que habían configurado los dominios patrimoniales de los Borbón habían dado lugar a una identificación entre sus súbditos, a quienes la revolución convertía en ciudadanos de una nueva comunidad política: la nación española.

Ésta se creaba por el acto mismo de dotarse de una Constitución, especie de “contrato social” originario de un nuevo sujeto político, cuya unidad e independencia no se referían ya a los derechos dinásticos del monarca, sino a la voluntad, libremente expresada por sus representantes, de convivir en un marco de igualdad y libertad, división de poderes y garantía de los derechos del hombre. No obstante, la ruptura revolucionaria con el pasado se enmascaró con referencias legitimadoras al pasado, fingiendo creer –para amortiguar el conflicto– que la Constitución aprobada no era sino la actualización y perfeccionamiento de una constitución histórica recientemente conculcada; y tratando de hacer ver –con fines propagandísticos– que la nación española había existido, como sujeto político dotado de derechos, desde tiempo inmemorial.

Este historicismo táctico quedó reflejado en las discusiones de las Cortes celebradas de 1810 a 1814 y en los escritos de sus principales protagonistas, como el liberal Agustín de Argüelles, que fue el diputado que más intervino en el debate constitucional; en su Examen histórico de la Constitución española (1835) escribió anacronismos como el siguiente, que proyectaba retrospectivamente el concepto político contemporáneo de la nación española: “El principio de la elección libre de los reyes y de restricciones impuestas a su autoridad en la monarquía goda, se reprodujo en los gobiernos fundados en España, apenas empezó a rescatarse la nación del dominio de los árabes”. Con esta afirmación, Argüelles no hacía sino admitir el concepto genérico de la nación como “conjunto de los habitadores en alguna provincia, país o reino, y el mismo país o reino”, que figuraba en los diccionarios editados por la Academia hasta el final del reinado de Isabel II (1833-1868). La nación se convirtió en el símbolo de la revolución liberal durante los reinados de Fernando VII (1808, 1814-1833) e Isabel II.

“Nacionales” o “patriotas” se llamaba a los partidarios de la Constitución; “Guardia Nacional”, a la organización de ciudadanos en armas para defender el régimen constitucional; y “Bienes Nacionales”, a los desamortizados de manos de la Iglesia y de otras corporaciones para consolidar la revolución con la formación de una clase propietaria adicta en una economía de libre mercado. La nación y la soberanía nacional siguieron formando parte del lenguaje constitucional a lo largo de todo el s. XIX, si bien el giro conservador impuesto por los moderados desde 1833 hizo que ambos conceptos quedaran velados por la doctrina de la “soberanía compartida”, que atribuía la potestad de hacer las leyes a “las Cortes con el rey” y no sólo a los representantes electos de la nación, tal como figura en los textos constitucionales de 1837 y 1845).

De 1868 a 1898

La Revolución de Septiembre de 1868, que destronó a Isabel II, dio paso a un breve periodo democrático (Sexenio Democrático, 1868-1874), en el cual adquirió nuevo protagonismo el concepto político de nación. La Constitución promulgada en 1869 se iniciaba con la mención a “La Nación española y en su nombre las Cortes Constituyentes”, que recordaba la idea de un sujeto político capaz de ejercer su soberanía dotándose de una ley política fundamental; el art. 32 confirmaba esa orientación, al afirmar que “La soberanía reside esencialmente en la Nación, de la cual emanan todos los poderes” (tanto es así que los representantes de la nación no sólo podían reformar la constitución política del Estado, sino también buscar un candidato idóneo para ocupar el trono, cuya legitimidad derivaría del hecho de ser aceptado por las Cortes).

Aquel cambio político tuvo también reflejo en el lenguaje común, pues la décimoprimera edición del Diccionario de la lengua castellana (1869) de la Real Academia añadió una nueva acepción a la voz “nación”: “El Estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno”; esta acepción, que no sustituía a las anteriores, sino que se añadía a ellas, venía a insistir en el significado estrictamente político de la nación como cuerpo político al que dota de unidad la sumisión a un mismo poder; y ponía por vez primera en conexión los conceptos contemporáneos de “nación” y “Estado”. La claridad de tales pronunciamientos no tuvo continuidad, pues, como es sabido, las experiencias políticas del Sexenio Revolucionario fracasaron y dieron paso a la restauración de la monarquía borbónica, en medio de un nuevo giro conservador dirigido por Antonio Cánovas del Castillo. La Constitución de 1876, que organizó las instituciones del nuevo régimen, retomó la definición doctrinaria de la “soberanía compartida”, abandonando la idea de la nación como titular única de la soberanía.

Ello no quiere decir que Cánovas y los conservadores que le seguían no tuviesen una idea firmemente arraigada de España como nación –que sí la tenían–, sino que no estaban dispuestos a asumir las virtualidades democráticas del concepto de nación heredado de la revolución. Efectivamente, Cánovas del Castillo hizo explícita su concepción de la nación en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid en 1882, en respuesta a la de Renan del mismo año: para Cánovas, la nación no es un mero fruto de la suma de voluntades individuales, sino que tiene un ser específico; ahora bien, alejándose en cierto modo de la concepción puramente política de la nación (quizás por miedo a la democracia), tampoco aceptaba que fueran la raza, la lengua o la cultura los factores determinantes de la existencia de la nación (tal postura habría puesto en entredicho la legitimidad como naciones de España y de otros estados europeos que Cánovas admiraba sin límites, como el Reino Unido).

La tercera vía era la de la historia, siguiendo un modo de razonamiento inaugurado por Edmund Burke: la nación es un precipitado de la historia, que extrae su legitimidad como organización política presente de los largos siglos de experiencia compartida en el pasado. Cada nación tiene unos rasgos característicos, que se reflejan en su historia, dando lugar a instituciones que le son propias; a esto es a lo que Cánovas llama la “constitución interna” de la nación; los representantes de la nación, al dotar a ésta de una constitución política, no deben (ni pueden, porque sería inútil) inventar las instituciones que crean adecuadas, sino descubrir y plasmar las instituciones que forman esa “constitución interna”. En el caso de España, entendía Cánovas que el fundamento de la constitución interna era el principio monárquico, atemperado por la existencia tradicional de asambleas representativas; en la Constitución de 1876 trató de establecer un equilibrio entre ambos principios, pero dejó bien claro el carácter indiscutible y heredado de la monarquía, al sustraer los artículos correspondientes del debate del texto constitucional en las Cortes.

Esta vía “historicista”, que habría de hacer fortuna en España, era en realidad una variante conservadora del concepto político de la nación; a pesar de la intención de Cánovas, no se oponía radicalmente a la doctrina de Renan, pues éste había concebido su “plebiscito de todos los días” como una metáfora de la pacífica aceptación del Estado por los ciudadanos a lo largo de la historia, dado que la celebración efectiva de plebiscitos habría estado plagada de problemas prácticos y de contradicciones teóricas. En todo caso, a lo que se oponían frontalmente tanto la visión de Renan como la de Cánovas era a la posibilidad de una secesión por razones culturales, étnicas o lingüísticas (según el concepto étnico-cultural de la nación), posibilidad que, en el caso de Francia, había planteado la anexión por la fuerza a Alemania de las regiones germanófonas de Alsacia y Lorena, y que, en el caso de España, empezaba a despuntar con la aparición de movimientos regionalistas apoyados en las especificidades culturales de Cataluña, el País Vasco y Galicia. La postura de Cánovas sobre el particular no admite dudas, pues diseñó un régimen político de Estado unitario, marcado por el centralismo y por la oposición a cualquier género de reivindicación regional; fue Cánovas quien, al término de la III Guerra Carlista (1872-1876), abolió lo que quedaba de los fueros del País Vasco, dando paso al Concierto de 28-II-1878 con las Provincias Vascongadas, que estuvo en vigor hasta que fue abolido por el general Franco para Vizcaya y Guipúzcoa y conservado para Álava.

El historicismo de Cánovas no nacía en el vacío. Había a su alrededor una corriente intelectual empeñada en definir las peculiaridades de lo español en la historia, en el arte y en la literatura, como forma de legitimar el hecho político de la existencia de España y de mostrar cómo, con el paso de los siglos, la convivencia bajo una organización política común había terminado por producir una cierta personalidad nacional que se reflejaba también en la producción cultural. Los escritos del s. XVIII sobre el “carácter nacional” fueron seguidos de trabajos eruditos como los de la escuela de Barcelona (Javier Llorens, Manuel Milá y Fontanals) o de su discípulo Marcelino Menéndez Pelayo, quienes, a lo largo del s. XIX, trataron de encontrar en la literatura un canon nacional representativo del “espíritu del pueblo” español. Ese tipo de razonamientos culminó en la obra de Menéndez Pelayo Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), coetánea de la formulación de Cánovas, donde sostenía que el contenido esencial del “genio español” era su ortodoxia religiosa católica, fundamento último de la personalidad de la nación.

El siglo XX

La tradición liberal no abandonó nunca la idea originaria de la nación como comunidad política. Pero no hubo grandes teorizaciones sobre ella después de 1812, en la medida en que formaba parte de un consenso muy amplio: hasta el cambio de siglo nadie puso en duda la legitimidad de la nación española, ni pensó que la relativa diversidad cultural del país exigiera otro concepto de nación. El liberalismo español conservó la huella romántica de su origen en la Guerra de la Independencia y siguió avalando la idea de España como nación. En el extremo más progresista del espectro político decimonónico, los republicanos (Emilio Castelar, Clarín, Manuel Ruiz Zorrilla, Vicente Blasco Ibáñez, Alejandro Lerroux, Francisco Pi y Margall, Manuel Azaña, etc.) mostraron aún más celo que los monárquicos en su adhesión a la nación política, pues, sin el elemento cohesivo de la Corona, el ente abstracto de la nación se erigía como soporte único del Estado.

Esta creencia en la nación española como comunidad política básica iba de la mano, a veces, con la idea de una descentralización del Estado, fuera en un sentido federal (como en Pi y Margall) o mediante la aceptación de la autonomía de ciertas regiones (como en Azaña). A finales del s. XIX, el régimen de la Restauración entró en crisis, y con él la conciencia nacional de los españoles; en ello tuvo mucho que ver la derrota militar frente a Estados Unidos y la consiguiente pérdida de las últimas colonias ultramarinas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898), pero también un descontento generalizado con el atraso político, social, económico y cultural del país en comparación con Europa. Las reacciones fueron en dos sentidos: auge del nacionalismo antiespañolista en algunas regiones de la periferia –Cataluña y el País Vasco fundamentalmente– y otro, paralelo, del nacionalismo españolista; reacciones contradictorias sólo en apariencia, pues en ambos casos se trataba de movimientos intelectuales centrados en la idea de nación, y caracterizados por dar un contenido étnico-cultural a tal idea. En las últimas décadas del s. XIX y las primeras del s. XX, efectivamente, hizo su aparición en España el concepto étnico-cultural de la nación, con un siglo de retraso con respecto al concepto político liberal.

La Real Academia Española tomó nota de esta innovación semántica, en su decimoquinta edición del Diccionario (1925), que por primera vez se llamó “de la lengua española” (y no “castellana”): junto a las acepciones tradicionales del término “nación”, se añadió entonces la de “conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Este cambio no fue exclusivo de España, pues las décadas alrededor del cambio de siglo vieron en todo el mundo un deslizamiento de la idea nacional hacia su sentido étnico-cultural, que culminó en la aceptación del principio de las nacionalidades como criterio para reorganizar el mapa de Europa al término de la I Guerra Mundial (1914-1918); dicho principio, impuesto por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, requería que el trazado de las fronteras políticas se adecuara a las fronteras lingüísticas y culturales, razón por la que fue desmembrado, p. e., el Imperio Austrohúngaro.

El clima intelectual era favorable a ello, por el éxito de las concepciones sociales organicistas, la aceptación de las teorías racistas, la crítica al liberalismo clásico y el auge correlativo de doctrinas autoritarias y antidemocráticas. Este tipo de doctrinas aludía siempre a un concepto exclusivista y dogmático de la nación, que sustentó el imperialismo europeo, agrió las relaciones internacionales, provocando el estallido de las dos guerras mundiales, y se fue exacerbando hasta degenerar en los fascismos; todos ellos se autodenominaban nacionales: el Partido Nacional Fascista en Italia, el Partido Nacionalsocialista del Trabajo en Alemania y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) en España, además de los combatientes del bando franquista (“nacional”) en la Guerra Civil de 1936-1939.

El catalanismo (v.) fue el primer movimiento nacionalista de ámbito regional que surgió en España (v. nacionalismo), precisamente hacia el final del s. XIX, pues no pueden considerarse propiamente nacionalismos los brotes cantonalistas anteriores, entre los que el de Cartagena (1873) pasa por ser el arquetipo. En sus orígenes destaca la figura de Enric Prat de la Riba, quien reivindicó en varias obras el carácter de nación para Cataluña, en virtud de su lengua, de su cultura y temperamento diferenciados, y también de la historia (en el Compendi de doctrina catalanista, de 1895, y en La nacionalitat catalana, de 1906). Para Prat de la Riba, una nación es “una sociedad de gentes que hablan una lengua propia y tienen un mismo espíritu que se manifiesta uno y característico bajo la variedad de toda la vida colectiva”, definición que creía apropiada para Cataluña (y que encaja con las de Herder y Fichte). España no sería, para él, sino un espacio geográfico hegemonizado por una de sus naciones, Castilla; y Cataluña, una nación independiente hasta que perdió su soberanía por la derrota militar frente a los partidarios de la dinastía borbónica en la Guerra de Sucesión (1701-1714).

El hecho político de la existencia de España no tendría nada que ver con el hecho cultural de las naciones, pues “la Nación es la Nación aunque para la ley no lo sea”; y el trabajo que tenían por delante los nacionalistas era el de hacer que se cumpliera el principio de las nacionalidades: “A cada nación, un Estado”. Prat de la Riba fue uno de los inspiradores de las Bases de Manresa (1892), primera manifestación del catalanismo político; fundó y dirigió el partido catalanista conservador Lliga regionalista (1901), y presidió la Mancomunitat de Catalunya, primer órgano de autogobierno de la Cataluña contemporánea (1914). En la práctica política, Prat de la Riba se mostró como un nacionalista moderado y un posibilista: sus llamadas a que Cataluña recuperara la soberanía perdida iban seguidas de la propuesta de que el Estado resultante se confederara con otras naciones españolas, en una especie de Estado multinacional.

Es cierto que los orígenes del catalanismo fueron plurales desde el punto de vista ideológico, y no se limitan a la obra de Prat de la Riba: por la misma época habría que señalar los escritos del obispo Torras i Bages, muestra de un catalanismo reaccionario y medievalizante, que entronca con el carlismo; y algún tiempo antes la de Valentí Almirall, que representaba un catalanismo progresista y democrático. Pero fue el grupo conservador encabezado por Prat de la Riba el que hegemonizó el catalanismo político durante la crisis de la Restauración, y el que teorizó de forma más clara una doctrina nacionalista de base cultural: Torras i Bages hablaba, sobre todo, de volver a la tradición y de fomentar el uso de la lengua catalana; mientras que Almirall insistía en un proyecto federal, en el que Cataluña asumiría el papel de regeneradora de España y obtendría el reconocimiento de sus particularidades culturales.

La influencia catalana y alemana es visible en la obra del fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana (v. vasquismo). Procedente del ámbito del carlismo, Arana rompió con éste y con la tradición del fuerismo (v.), para desarrollar una doctrina nacionalista extremista entre 1893 y 1903. La base de su planteamiento es racial, pues considera que existe una raza vasca diferenciada de la raza española, como mostrarían la lengua vascuence y otras manifestaciones culturales amenazadas de desaparición por el avance del mundo moderno y por la mezcla de sangres y razas.

El liberalismo, la democracia, el socialismo, la industria, la inmigración y el capitalismo amenazaban, en su opinión, a la esencia de la raza vasca, cuyo bien más preciado, tras la pureza racial, era la religiosidad católica; para preservarla, los vascos tenían que recuperar su independencia originaria, que Arana creía perdida con la abolición parcial de los fueros que se produjo en 1839. Para ello creó el Partido Nacionalista Vasco, que desde 1895 ha sido la organización más relevante del conjunto de movimientos nacionalistas del País Vasco. Arana empezó pensando en que Vizcaya recuperara su antigua “independencia” (para luego federarse con Guipúzcoa, Álava, Navarra y las provv. vascofrancesas, todas ellas emancipadas por sí mismas); luego propuso un proceso general de independencia para la nación vasca, para la cual ideó incluso el neologismo Euzkadi (1899); y hacia el final de su vida moderó su discurso, admitiendo la posibilidad de una amplia autonomía vasca en el marco del Estado español. Debatiéndose entre estas opciones, sus seguidores han mantenido durante algo más de cien años unas propuestas políticas en las que se niega o tiende a negarse a España el carácter de nación y se atribuye tal carácter, por razones étnico-culturales, al País Vasco.

La aparición de los nacionalismos periféricos no fue la única respuesta a la crisis de la conciencia nacional española desde finales del s. XIX. Hubo una reacción aún más intensa y numerosa de recuperación de las señas de identidad de España como nación, reacción espoleada por el desafío de aquellos primeros nacionalismos periféricos, aún muy minoritarios. La peculiaridad de estas reflexiones del s. XX es que no se remite al Estado como fundamento de la nación española –pues éste se hallaba en crisis, o así se creía–, sino al concepto “cultura de nación”, recogiendo la herencia de Menéndez Pelayo y de los demás autores que, desde el s. XVIII, se habían pronunciado sobre los rasgos nacionales específicos de España y los españoles. En el ámbito de la literatura, dicha reacción se encuentra en la Generación del 98 (v.), caracterizada por su ardiente patriotismo y por su rechazo crítico al Estado. Autores como Ángel Ganivet, Azorín, Pío Baroja, Antonio Machado o Miguel de Unamuno (que había sido nacionalista vasco en su juventud) vivieron atormentados por la búsqueda del “ser de España”.

Convencidos de que cada nación tiene sus rasgos específicos, indagaron en el “alma” del pueblo y, a pesar de que procedían de diversas regiones periféricas, todos ellos creyeron encontrarla en Castilla: exaltaron su paisaje, su lengua, sus gentes y su historia como elementos unificadores de España; e hicieron gala de un patriotismo angustiado ante la decadencia y la atonía de España, cuya regeneración anhelaban. De la regeneración de España hablaron también otros autores que escribieron en torno al cambio de siglo y que practicaron un género más cercano al ensayismo político: los regeneracionistas, entre los que habría que incluir a Ricardo Macías Picavea, Lucas Mallada, Damián Isern, Luis Morote o Joaquín Costa (v. regeneracionismo). En ellos se encuentra la misma idea de la postración de España, la misma voluntad de indagar sobre la raíz del problema suponiendo la existencia de un “carácter nacional”, y una diversidad de propuestas concretas para reformar las instituciones y dar “nueva vida” a la patria. Los ecos de sus preocupaciones alcanzaron la política cotidiana, en la que algunos dirigentes conservadores (p. e., Francisco Silvela y Antonio Maura) asumieron su lenguaje y lanzaron propuestas de “regeneración de la vida nacional”. Tales propuestas (como el saneamiento de las elecciones o el impulso a la industria “nacional”) no llegaron a fraguar; interesa destacar, no obstante, que la visión de España de estos nuevos conservadores se diferenciaba de la de Cánovas en su mayor apertura hacia la diversidad regional (sin por ello poner en entredicho la exclusividad del concepto de nación aplicado a España).

Un tercer nivel de la reacción nacionalista española desde finales del s. XIX está representado por los estudiosos que contribuyeron a reforzar la identidad nacional de España desde una investigación erudita, y muchas veces rigurosa, sobre su historia y su cultura. Gran parte de esta producción intelectual tiene una raíz liberal, ligada al krausismo (v.) y a la Institución Libre de Enseñanza (v.). Así ocurre con las grandes figuras del Centro de Estudios Históricos (fundado en 1910), como Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez Albornoz o Américo Castro. La existencia de rasgos permanentes de la personalidad nacional española a lo largo de la historia, preconizada por Menéndez Pelayo, fue aceptada por autores liberales, demócratas, republicanos, e incluso por un socialista como Luis Araquistáin, que llamó a Menéndez Pelayo “el Fichte de la cultura española” (si bien rechazó que la esencia del genio español se hallase en el catolicismo, proponiendo como rasgo duradero el “senequismo”, carácter nacional de austeridad y de moral estoica que los españoles habrían mostrado desde tiempos de Séneca).

Menéndez Pidal (discípulo de Menéndez Pelayo, por cierto) investigó la literatura medieval castellana, reconociendo en ella las narraciones de la infancia de la nación que revelaban su ser más íntimo, según un criterio propio del nacionalismo romántico, que veía a las naciones como seres vivos, en cuyo desarrollo pesaban de manera especial las experiencias vividas en los orígenes. En La España del Cid (1929) fue más lejos, hasta reconocer como españoles a los visigodos, e incluso a los iberos, que gozaban de “una cierta unidad cultural o nacional”; abiertamente opuesto a los particularismos regionales, Menéndez Pidal defendió la función unificadora de Castilla, la cual “creó la nación por mantener su pensamiento ensanchado hacia España toda”. Este españolismo castellanista se halla también en los estudiosos de la pintura, de la escultura y de la música, que, por los mismos años, encontraban rasgos supuestamente nacionales en esas manifestaciones culturales, estableciendo un canon del arte nacional.

La década de 1930 y el franquismo

La experiencia de la II República (1931-1939) y la Guerra Civil (1936-1939) alteró para siempre la concepción nacional de España. Por un lado, los incipientes nacionalismos periféricos dispusieron de una primera oportunidad para hacer realidad sus aspiraciones de autonomía, difundir públicamente sus propuestas y, en algunos casos, radicalizar sus planteamientos (los catalanistas proclamaron por dos veces el Estado catalán, en 1931 y 1934, aunque sin segregarlo de España). Por otro lado, la experiencia desgarradora de la guerra llevó a los intelectuales a una reflexión más desesperanzada sobre el “ser de España”, en el que ahora incluían una propensión nacional a la confrontación y a la autodestrucción. Es célebre, en este sentido, la polémica que mantuvieron dos historiadores republicanos en el exilio, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, los dos convencidos de la existencia de un carácter nacional español, fruto de la historia y causa última de la tragedia a la que el país se había visto abocado. Por último, la victoria militar del bando autodenominado “nacional” dio lugar al régimen del general Franco, en la que desempeñó un papel primordial una cierta concepción tradicionalista, militarista y católica de la nación española.

El franquismo (v.) persiguió a los nacionalismos regionales, que tendieron a radicalizar sus posturas en la clandestinidad y en el exilio. Tampoco podía admitir en modo alguno la tradición liberal del concepto de nación política, pues éste remitía a una participación de los ciudadanos en la toma de decisiones. En consecuencia, exacerbó un discurso de España como nación histórica y cultural, al tiempo que desarrollaba políticas uniformizadoras tendentes a hacer realidad la homogeneidad que preconizaba. Se ha denominado a ese peculiar nacionalismo franquista “nacionalcatolicismo” (v.), debido a la importancia que concedió a la religión católica como cimiento ideológico del Estado y factor principal de la unidad nacional. En ese sentido, el régimen hizo suyas reflexiones como las de Menéndez Pelayo (que veía en el catolicismo la esencia del “genio nacional”), e incluso nombró ministro de Educación Nacional en 1938 a uno de sus discípulos, Pedro Sáinz Rodríguez, quien pretendió reorganizar el sistema educativo inspirándose en las enseñanzas de su maestro.

Del falangismo (v.) tomó el franquismo lo que se suponía que era una definición original de la nación, apartada por igual de la concepción política (hija del denostado ideario liberal-democrático) y de la concepción cultural (que alentaba los nacionalismos catalán y vasco). Esa concepción, más retórica que efectiva, era la de la nación como “unidad de destino en lo universal”, que había formulado José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española; en ese sentido, la nación no era un territorio ni una suma de individuos, sino una empresa común, un mandato que cumplir, al cual debían entregarse individuos, instituciones, regiones y clases, para forjar una unidad que los superara; la dirección de la empresa común correspondería al Estado, con lo que esta idea de nación se limitaba a aportar al régimen franquista una pretensión totalitaria. En cuanto al “destino” común de la nación, los ideólogos del régimen lo identificaron con el imperio, el pasado imperial de España.

El imperio formó parte de la retórica política del franquismo, pero no podía aplicarse en la práctica política. Encontraron un sustitutivo adecuado en el concepto de Hispanidad, tal como había sido formulado por Ramiro de Maeztu (aunque no lo había creado él, pues procedía de la propuesta del sacerdote Zacarías de Vizarra en 1926, y mucho antes lo había empleado ya Unamuno). La Hispanidad englobaría el conjunto de los pueblos de habla española de ambos lados del Atlántico y las cualidades propias de esos pueblos; sería lo más parecido a una idea de nacionalidad lingüística vinculada a la lengua castellana o española. En manos de Maeztu, el concepto iba ligado al fortalecimiento de la conciencia de España como nación, ofreciéndole de nuevo la “empresa común” de liderar a los países hispanoamericanos, como en el pasado había tenido la empresa común y unificadora de gobernar el imperio. Dado que la empresa de colonizar América había sido al mismo tiempo la de evangelizarla, el ideal nacional español se entendía dotado de un contenido inequívocamente católico (en el doble sentido de ortodoxia religiosa y vocación universal).

La democracia

La muerte del general Franco en 1975 y la posterior transición a la democracia revelaron la vitalidad de los nacionalismos periféricos, que volvieron a hacerse presentes en la vida pública reivindicando el reconocimiento de las especificidades postuladas como nacionales de Cataluña, el País Vasco y Galicia sobre la base de su identidad lingüística y cultural diferenciada, si bien el fenómeno no se produjo con fuerza comparable en otras comunidades autónomas que, además de poseer así mismo personalidad histórica claramente definida, como antiguos reinos, poseían también lenguas antiguas, arraigadas y distintas del castellano o español, como Valencia, Baleares o Navarra. La transición reveló también que el énfasis del franquismo en la idea de España como nación había apartado de la misma a sectores importantes de la opinión democrática e izquierdista, identificando en gran medida el único nacionalismo español existente y activo durante tantos años con la derecha más conservadora. El proceso de transición a la democracia estuvo marcado por estos parámetros. No obstante, la Constitución aprobada en referéndum en 1978 significó un reencuentro con el concepto político de nación, retomando el lenguaje de la tradición liberal y democrática desde 1812.

La terminología de la Constitución es concluyente en cuanto a la vigencia del concepto político de nación y su atribución exclusiva a España como conjunto: desde su preámbulo, proclama que es “la Nación española” la que declara su voluntad en la Constitución con el ánimo de “establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía”. A partir de ahí, se establece un equilibrio entre los aspectos descentralizadores y unitarios de la Ley de Leyes, al proclamar el art. 2 que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, si bien “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

La pluralidad cultural y la autonomía quedan reconocidas con esta posibilidad de que las “nacionalidades y regiones” se constituyan en comunidades autónomas, posibilidad que, encauzada por el título VIII de la Constitución, ha llevado a generalizar la fórmula autonómica, dividiendo el territorio nacional de forma que en España se integran diecisiete comunidades autónomas (más dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla), sin diferencias de principio en cuanto al grado de autonomía, ya sean nacionalidades o regiones o sin que se declare expresamente esta calidad, como, entre otros, en el caso de la Comunidad Foral de Navarra. De hecho, la Constitución no establece ninguna distinción cualitativa las regiones y las nacionalidades, aunque este segundo concepto parece remitir, según numerosos intérpretes, a una cierta mayor o más intensa vigencia de algunos rasgos diferenciales. (Debe notarse, por su extendido uso, que no pertenece al lenguaje de la Constitución la expresión “nacionalidades históricas”.)

La Constitución de 1978, elaborada por consenso, ha realizado, pues, una síntesis de los dos conceptos de la nación, que conviven en el Estado democrático actual: sólo España es nación, en sentido político (y el art. 1.2 proclama la soberanía nacional, indivisible e inalienable, que “reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”); pero se da reconocimiento a las nacionalidades, en sentido cultural, es decir, a las regiones con lengua vernácula o con algún otro tipo de diferencia arraigada. La propia Constitución, empero, hace radicar en las comunidades autónomas y en sus respectivos estatutos de Autonomía, que tienen carácter de Ley Orgánica del Estado y que han de ser aprobados por mayoría cualificada en las Cortes Generales, la iniciativa de definirse como nacionalidad, región o no pronunciarse expresamente.

Para los nacionalistas más extremos, este grado de reconocimiento es insuficiente, pues los estatutos de Autonomía no serían actos plenemante soberanos, sino leyes del Estado español en el marco de su Constitución. Por ello, a pesar de que el desarrollo del Estado de las Autonomías ha dado lugar a una descentralización administrativa y política sin precedentes y objetivamente elevado en relación con los países de la Unión Europea, algunas formaciones nacionalistas reclaman el reconocimiento de sus respectivas comunidades autónomas como naciones y emplean este argumento para negociar mayores cotas de poder para los gobiernos autónomos que controlan. Formaciones nacionalistas de Cataluña, el País Vasco y Galicia reclamaron conjuntamente en 1998 (Declaración de Barcelona y Pacto de Estella) el reconocimiento de su soberanía y el derecho de autodeterminación. [J.Pr.R.]

Fuente: Gran Enciclopedia de España

Recursos

Véase También

Bibliografía

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