Reformas Políticas

Reformas Políticas en España en España

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Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares Planteamiento y fracaso de las reformas (Historia)

Olivares, desde el principio de su actuación como gobernante, contó con un programa político reformista, expresado en el Gran Memorial (1624). En este texto elevado al Rey se planteaba un reparto proporcional del coste de la defensa de la Monarquía Hispánica entre todos los reinos (la denominada Unión de Armas), una profunda reforma de la Hacienda castellana y de la estructura institucional del gobierno, medidas todas inspiradas en la mejor literatura arbitrista, de la cual el conde-duque fue atento lector y coleccionista. Asimismo, uno de los principales planes de Olivares consistía en el establecimiento de un sistema bancario nacional que sustituyera la dependencia respecto de los banqueros extranjeros por una red de bancos (llamados erarios). Cuando intentó aplicar sus proyectos encontró la fuerte oposición de las Cortes castellanas y de los otros reinos peninsulares. Las ciudades de Castilla con representación en Cortes temían que la reforma fiscal les hiciera perder las contrapartidas que habitualmente obtenían de la monarquía cada vez que se votaban los subsidios. Mayor recelo levantó en las instituciones de los reinos de la Corona de Aragón el proyecto de la Unión de Armas, pues se interpretó como un ataque a sus fueros que perseguía imponer el modelo castellano y acabar con sus libertades tradicionales. A ello se sumaron los gastos de la guerra de los Países Bajos, que provocaron la bancarrota de 1627, y el peligro de guerra con Francia, constante desde 1630. [1]

El Bienio Reformista (1931-1933) en la Segunda República

Entre abril de 1931 y octubre de 1933, ejerció el poder político una coalición de republicanos de izquierda y socialistas que revalidó su triunfo municipal en las elecciones generales a Cortes Constituyentes, celebradas en junio de 1931 mediante sufragio universal masculino (con mayoría de edad a los 23 años) y un sistema electoral básicamente mayoritario. El nuevo Congreso de 470 diputados revelaba un sistema político pluralista extremo, con 19 partidos o grupos representados en la Cámara, de los cuales el PSOE era la minoría mayoritaria (115 diputados), seguido de los republicanos radicales de Lerroux (94) y, a mucha distancia del principal grupo opositor derechista, los «agrarios», liderados por el jurista católico José María Gil-Robles (con 26 diputados).

A pesar del éxito electoral cosechado, la gestión del gobierno presidido por Alcalá-Zamora tuvo que afrontar desde sus inicios dificultades graves en el orden religioso (la quema de conventos católicos de mayo de 1931), el ámbito institucional (la exigencia autonomista inmediata de ERC y el resentimiento militar a las medidas racionalizadoras de Manuel Azaña como ministro de Guerra), así como en el campo sociolaboral (la resistencia patronal a la legislación progresista de Largo Caballero como ministro de Trabajo). Sin embargo, el detonante de su primera y crucial crisis serían las diferencias internas evidenciadas en la elaboración del texto de la nueva Constitución, que motivaron primero la dimisión de Alcalá-Zamora por sus artículos (26 y 27) de carácter secularizante y anticlerical y el abandono posterior de los radicales de Lerroux por su disconformidad con la avanzada legislación laboral de inspiración ugetista y su plasmación en el texto constitucional (aspectos como el carácter social de la propiedad, las previsiones de expropiación por utilidad pública y el imperativo de reforma agraria).

Tras el reajuste gubernamental ocasionado por esas defecciones, la disminuida coalición republicano-socialista pasó a estar encabezada por Manuel Azaña como jefe de un gobierno que seguía contando con tres ministros socialistas: Largo Caballero, además de Prieto en Obras Públicas y Fernando de los Ríos en Instrucción Pública. Y fue ese gobierno de Azaña el que consiguió, en diciembre de 1931, la aprobación parlamentaria de una Constitución muy prolija (125 artículos), impecablemente democrática (según el modelo de la Constitución alemana de la República de Weimar) y muy avanzada en el plano social e institucional. A fin de compensar ese progresismo constitucional y paliar el efecto de las defecciones anteriores, Azaña propuso y consiguió la elección de Alcalá-Zamora como primer presidente de la República, un cargo con poderes moderadores y de arbitraje, que se presentaba como garantía contra los posibles excesos radicales del Ejecutivo.

Terminada la discusión constitucional, bajo la inspiración de Azaña, el gabinete republicano-socialista intentó poner en marcha un amplio programa de reformas que tenía dos campos de aplicación fundamentales: por un lado, una reforma profunda del aparato del Estado en sentido democrático; y, por otro, una reforma intensa de la estructura social española en sentido progresista.

Con la vista puesta en esa reforma del Estado, el gobierno emprendió una triple tarea repleta de escollos: en primer lugar, conseguir la plena secularización mediante la tajante separación de la Iglesia respecto del Estado (especialmente en el campo educativo, que quedaba proscrito para las órdenes religiosas); en segundo lugar, consolidar la primacía del poder civil sobre el militar mediante una reforma y reorganización del ejército que eliminara la tentación militarista y la tradición pretoriana (lo que supuso una reducción de efectivos en la oficialidad y cambios de destino favorables a los mandos republicanos); y, por último, modificar la estructura centralista y uniformizante del Estado gracias a la posibilidad constitucional de establecer un estatuto de autonomía para Cataluña (y otras «regiones históricas» que lo solicitaran y justificaran mediante plebiscito municipal).

Con la vista puesta en la mencionada reforma de la sociedad, el gabinete de Azaña aprobó una serie de mejoras jurídicas y laborales muy avanzadas para la época. Claros ejemplos fueron las leyes de protección laboral obrera, de salario mínimo y de jornada de trabajo máxima; la concesión del voto electoral a las mujeres; la secularización de cementerios; la aprobación de la Ley de Divorcio y la implantación de la coeducación de sexos. El gran proyecto de este programa, sin embargo, sería la Ley de Reforma Agraria en el sur latifundista (Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha), aprobada en 1932, que preveía la expropiación forzosa de tierras para el asentamiento en ellas de campesinos jornaleros, previa indemnización para el propietario terrateniente.

Como era natural y previsible, ese ambicioso proyecto para la modernización democrática del Estado y de la sociedad española originó fortísimas resistencias en amplios sectores sociales e ideológicos muy diversos. Y ello tanto por la derecha como por la izquierda, en una especie de tenaza virtual que acabaría, a la postre, con la capacidad gubernativa.

Por parte de las derechas, literalmente desarticuladas tras la etapa dictatorial, la resistencia a la gestión del gabinete de Azaña se conformó en torno a dos ejes programáticos básicos: la defensa de la catolicidad, agredida por un gobierno laico, y la defensa de la unidad de la patria, amenazada por las previsiones autonómicas. Sin embargo, esta resistencia adoptó dos vías estratégicas distintas y hasta enfrentadas. Por un lado, las derechas monárquicas, tanto alfonsinas como carlistas, se declararon irreductiblemente antirrepublicanas y optaron desde el principio por una estrategia de oposición directa, que confiaba en la posibilidad de utilizar al ejército como instrumento para la destrucción de la República. Sus organizaciones fueron el grupo alfonsino de Renovación Española, dirigido por José Calvo Sotelo, exministro de Hacienda de la dictadura y confeso admirador de Charles Maurras, y la Comunión Tradicionalista, la renacida organización carlista en la que persistía el movimiento reaccionario decimonónico cuyo lema seguía siendo «Dios, Patria y Rey». El gran momento y fracaso de esta derecha «catastrofista» llegaría el 10 de agosto de 1932, cuando el general José Sanjurjo intentó un abortado pronunciamiento militar para evitar que las Cortes aprobaran tanto el Estatuto de Autonomía para Cataluña como la Ley de Reforma Agraria.

Las derechas católicas, por otro lado, se estructuraron al margen de los monárquicos y del carlismo en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), un partido de masas que no pretendía la vuelta del rey, se declaraba «accidentalista» respecto a la forma de Estado y circunscribía su actuación a la defensa, dentro de la legalidad existente, de tres principios claves: el mantenimiento del orden social y la unidad nacional, el respeto a la propiedad privada y la salvaguardia de los derechos de la religión católica. Para lograr esos fines y conseguir la reforma de la Constitución, la CEDA, bajo la hábil dirección de José María Gil-Robles, renunció al uso de la fuerza militar y concentró todas sus energías en la lucha parlamentaria y electoral para ganar las elecciones y llevar a cabo su programa de rectificación de la República desde el poder.

La oposición de la derecha, tanto la insurreccional como la legalista, no fue la única resistencia que tuvo que afrontar el gabinete de Azaña. Tanto más importante fue la oposición que su tarea encontró por parte de la izquierda obrera y sindical. La hostilidad del PCE era relativamente poco importante porque su militancia no suponía un gran problema (apenas 10.000 militantes) y porque su implantación entre la clase obrera y jornalera agraria era insignificante, aparte de algunos puntos en Vizcaya, Asturias y Sevilla. Sin embargo, la CNT había resurgido tras la dictadura como una organización de masas (con más de medio millón de afiliados en 1931), bien implantada de nuevo en Andalucía y Cataluña, cuya dirección había caído en manos de anarquistas de la FAI en detrimento de los anarcosindicalistas más moderados.

Considerando que el cambio de forma de Estado en nada afectaba a la lucha social por la transformación revolucionaria, la CNT desplegó una estrategia insurreccional contra el gobierno y el Estado que fue jalonando de huelgas generales e incidentes armados todo el Bienio Reformista, con su secuela de detenidos y muertos en choques entre sindicalistas y fuerzas de orden público. El punto culminante de esa estrategia fue la huelga general convocada por la CNT en enero de 1933, cuya represión por parte del gobierno ocasionó varios muertos en la villa gaditana de Casas Viejas y provocó un grave deterioro del prestigio de Azaña y de su gobierno en el seno de la clase obrera y de los sectores populares del país.

Al estar sometido al fuego cruzado de la militancia cenetista y de la resistencia conservadora, a finales de 1933 la capacidad del gabinete de Azaña para proseguir las reformas estaba seriamente dañada. Sobre todo porque, a la altura de ese periodo, los efectos de la crisis económica internacional se hicieron sentir agudamente en la frágil economía española. El principal efecto de la crisis fue provocar un crecimiento espectacular del número de obreros en paro: en 1933 su cifra alcanzaba los 619.000 desempleados, de los cuales el 60 por ciento pertenecía al sector agrario, eje de la problemática social española y fuente de la militancia anarquista insurreccional. En esa situación de desgaste brutal, el presidente Alcalá-Zamora optó por convocar nuevas elecciones generales, que se celebraron el 19 de noviembre de 1933.

Autor: Enrique Mora/diellos

Recursos

Notas y Referencias

  1. Información sobre gaspar de guzmán y pimentel, conde-duque de olivares planteamiento y fracaso de las reformas de la Enciclopedia Encarta

Véase También

Otra Información en relación a Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares Planteamiento y fracaso de las reformas

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