Religión en la Constitución de 1812

Religión en la Constitución de 1812 en España en España

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En las Cortes de Cádiz

Escribe Emilio La Parra López en su libro «La libertad de prensa (véase en España; y, en el ámbito internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de imprenta, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) en las Cortes de Cádiz» lo siguiente:

En la España de la época de la guerra de la Independencia confluyen las ideas innovadoras racionalistas, los planteamientos ilustrados, de corte más tradicional, y la ideología importada del pensamiento contrarrevolucionario europeo, superpuesta y asumida a la vez por quienes, desde un talante reaccionario y conservador, rechazaban cualquier cambio político o social. Todas estas corrientes de pensamiento quedaron relacionadas entre nosotros de una manera o de otra con la religión.

El hecho religioso adquirió una relevancia singular en esta época. Fue el elemento unificador y, al mismo tiempo, el que marcó las diferencias más profundas entre los grupos, desempeñando un cometido de mayor alcance y efectividad que cualquier idea o planteamiento político concreto. Afrancesados y patriotas, minorías dirigentes y pueblo llano, no sólo no renuncian al sentimiento religioso sino que llegan a teologizar la guerra. Los españoles de los dos bandos contendientes se esfuerzan por demostrar -lo han puesto de relieve en varios estudios Martínez Albiach y M. Revuelta- que luchan por conservar la verdadera religión. Es evidente que no podía ser de otra manera, dadas las características de nuestra Ilustración y del pueblo, en el que las ideas religiosas primaron sobre las demás3.

Ahora bien, la religión se convirtió al mismo tiempo en el principal punto de divergencia. Para el bando patriota fue el gran argumento para rechazar al gobierno josefino, siendo utilizado en este sentido incluso por personajes, como Jovellanos, que tantos elementos ideológicos tenían en común con los afrancesados. El clero, que desde el primer momento optó, salvo casos contados, por la causa patriota, extendió la máxima de que una victoria napoleónica en España reportaría como principal consecuencia la pérdida de la religión. Esta tesis fue aceptada, sin crítica, por el pueblo llano y por el amplio sector de la minoría dirigente contrario a cualquier cambio en el orden social. La jerarquía eclesiástica prácticamente en bloque, gran parte de la nobleza, las instituciones del Antiguo Régimen (Consejos, Audiencias, incluso algunas universidades…) y muchas personalidades civiles y eclesiásticas hallaron en las ideas religiosas el mejor apoyo al inmovilismo. La imagen de una España aferrada a la religiosidad tradicional, concretizada en el mantenimiento de las formas de culto barrocas y en la intangibilidad de los ministros de la Iglesia, de sus instituciones y pertenencias, se impone y es, incluso, la que permanece en la mente de los franceses invasores cuando tratan de explicarse la resistencia española.

Junto a esta concepción, sin duda la más generalizada, se irá plasmando en las Cortes de Cádiz un enfoque distinto, tanto de los acontecimientos por los que pasa el país, como del hecho religioso. Los diputados liberales, herederos en este punto de las ideas ilustradas, sienten la necesidad de cambiar muchos elementos de las instituciones de la Iglesia, incluyendo al clero, y de transformar la religiosidad de los españoles. También se parte en este planteamiento de la creencia en la necesidad de la religión, aunque ésta es entendida como fundamento para la transformación de la sociedad y no para el inmovilismo. Los liberales de Cádiz, ha escrito Maravall, buscaron en la fe católica las razones para dotar al país de las libertades sustentadas por el liberalismo europeo.

De esta manera, en las Cortes de Cádiz confluyeron dos concepciones de la religión muy diferentes, que corresponden a sendos modelos, también distintos, sobre los que construir el ordenamiento político-social de España. El choque fue inevitable, sobre todo porque las Cortes abrieron un proceso de hondas transformaciones en todos los órdenes. […]

Durante [el reinado de Carlos IV] se radicalizaron posturas y, si en los hombres de mediados del siglo era difícil diferenciar su racionalismo del espíritu jansenista preocupado por la religiosidad interior, en ciertos personajes del final del siglo XVIII esta confusión desaparece. Resulta que la mentalidad racionalista se va imponiendo sobre el sentido religioso, sincero y devoto, que ha caracterizado a una amplia gama de nuestros ilustrados, desde Mayáns a Jovellanos.

El racionalismo finisecular propicia actitudes ante la religión de un cariz nuevo en nuestro suelo. Tomando como modelo a Quintana, un personaje bien conocido hoy gracias a los estudios de Dérozier y decisivo cuando se dan los primeros pasos en favor de la imprenta libre, podremos adentrarnos en la nueva mentalidad. A Quintana le preocupan poco los temas sobrenaturales y divinos, prácticamente ausentes de su poesía. Es un librepensador para quien la religión católica, «fue el enemigo jurado», en palabras de Dérozier, porque coarta la libertad del hombre, protege la tiranía y el fanatismo y dibuja a Dios como un ser temible. El sentido de opresión del catolicismo es determinante en otro significativo personaje del momento, José Blanco White, quien, más decidido que el poeta, abandonará la Iglesia católica buscando una fe más tolerante. Por último, las declaraciones de Marchena contra la ausencia de libertad en la Iglesia confirman y aumentan la nómina de los partidarios de esta tendencia.

Crisis de fe, abandono del catolicismo y despreocupación ante lo sobrenatural son nuevas componentes de la ideología de la élite intelectual española de este tiempo. A pesar de todo eran impensables estas actitudes sólo decenios antes. Ahora, sin embargo, van en progreso. Hay pocas confesiones públicas como las de Blanco o Marchena, pero en el ambiente se vivían preocupaciones parecidas y, por supuesto, el libertinaje en las costumbres era moneda corriente, aunque pocas veces peligrosa. De todas formas es significativo el descontento ante la religión católica, poco convincente en la forma que era vivida en España para los jóvenes más inquietos que iniciaban su formación en estos años. Personajes como Antonio Alcalá Galiano, que leía a Hume, Pope, Gibbon… y, en especial, a Voltaire, Rousseau y Montesquieu, sufrían el desconcierto. Según propia confesión «era yo en religión incrédulo, pero deísta, y deísta como lo es Voltaire, sin saber a qué punto ni qué distancia separa su fe de la del puro materialismo». Aunque se pueda calificar de locura de juventud, el testimonio del que sería famoso orador liberal en el Trienio es sintomático del cansancio religioso de la época.

Las nuevas ideas políticas penetraron parejas al surgimiento de este fenómeno de crisis religiosa. El armazón mental del Antiguo Régimen, basado en una fe no puesta en duda, se fue desmoronando, lo que permitió la crítica social y política. […] [E]n la práctica totalidad de las solicitudes en favor de la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) se reconoce que en los temas religiosos debe existir una limitación a esa facultad. Hay que tener muy en cuenta ese extremo, pues no sólo indica las características ideológicas de los españoles de ese momento, sino además adelanta lo que ocurrirá con la ley aprobada por el parlamento gaditano, en la que no se llega a reconocer la libertad para escribir sobre la religión. Los diputados de Cádiz contaron con una variada argumentación previa para defender el derecho a expresar libremente las ideas políticas y, de la misma manera, sobre ellos pesó esta limitación para las ideas religiosas.

El canónigo J. Isidoro Morales se pronunciaba en una Memoria, presentada a la Junta Central, en favor de la ausencia de la censura previa para todos los escritos, excepto en los relativos a cuestiones religiosas, para los que juzga necesaria la autorización previa de los obispos en cada diócesis. Más explícito fue un folleto anónimo aparecido en Sevilla al final de 1809: «Nada será más ventajoso que la libertad de la Prensa, sin más límites que el respeto de la religión y de las buenas costumbres»15. Casi idénticas palabras, aunque en un sentido más restrictivo, utiliza la Junta de legislación nombrada por la Central en su dictamen sobre el proyecto de Flórez Estrada. Tras reconocer la utilidad y provecho «para la mejora y prosperidad del Estado», concluye admitiendo la conveniencia de conceder en España una amplia libertad, aunque «prohibiendo bajo de graves penas escribir contra la religión, buenas costumbres…» […]

Flórez Estrada es el único autor de un proyecto que no establecía límites a la libertad de escribir. En sus Reflexiones sobre la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) (1809) entiende que abarca todos los temas, ya que no alude en absoluto a la censura religiosa, antes bien, declara tajantemente: «Los únicos reparos que contemplo se pueden hacer contra la libertad de la imprenta son la propagación de malas doctrinas y el temor de las calumnias».

En otra obra de carácter arbitrista, la Constitución para la nación Española, abunda en lo mismo. Defiende allí la libertad de creencias religiosas y reconoce, expresamente, que «Todo hombre es libre para pensar y exponer sus ideas; de consiguiente, la ley permitirá a todo ciudadano imprimir libremente cuando tenga por conveniente, bajo su responsabilidad» [Obras, Madrid, BAE, 1958, II, pp. 349 y 335].

El claro planteamiento de Flórez Estrada en cuanto a la libertad de exponer las ideas sobre la religión es un caso aislado en la época. El realismo político exigía suma prudencia en el tratamiento del tema religioso, pues no en vano será en nombre de la religión tradicional como se opondrán, cuando lo decreten las Cortes, los más graves reparos a la ley de libertad de imprimir. […]

Desde el primer momento la batalla de fondo se plantea en el terreno religioso. Cualquier avance en la modernización de España tenía que enfrentarse con la postura conservadora, presente en las Cortes en una amplia gama de diputados, siendo el sector más combativo el reducido grupo inicial de «servirles». Éstos recurren sistemáticamente a la condena de las innovaciones arguyendo desde la religión; a la vez, los partidarios de los cambios se defienden utilizando también argumentos extraídos de su manera de entender la fe religiosa. […]

En las sesiones de Cortes dedicadas a establecer la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) se centró el debate en dos grandes temas: las consecuencias que pudiera tener su reconocimiento para la religión y las razones políticas que lo justificaban. La posición de los contrarios al decreto de libertad basculó siempre en torno a su peligrosa incidencia en la religión. […]

Los contrarios a la aprobación del decreto [sobre libertad de imprenta] basaron la mayor parte de sus intervenciones en resaltar que el reconocimiento legal de la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) suponía contravenir determinados cánones de la Iglesia, que establecen la necesidad para las obras impresas de contar con la licencia de un Obispo o Concilio. Desde aquí desarrollaron diversos argumentos para convencer de la inviabilidad de tal medida. El Seminario Patriótico lo resumió así: «Antisocial, antirreligiosa y antipolítica, decían sus adversarios que era esta libertad. Con ella se destruía el respeto a la religión, a las autoridades civiles, a las costumbres y al decoro público»29.

Por ser ésta la objeción que desde el primer momento opuso el clero a la libertad de imprenta, tanto dentro como fuera de las Cortes, ya se preocuparon los partidarios de las reformas, antes de que se entrara en el tema, de manifestar que una imprenta libre no contradice en absoluto las verdades religiosas; en el transcurso del debate insistirán en lo mismo los liberales, como hizo Oliveros: «La religión santa de los Crisóstomos e Isidoros no se recata de la libre discusión; temen ésta los que desean convertir aquélla en provecho propio». En estas duras palabras está presente uno de los principios básicos que guía la actuación de los liberales: la búsqueda de la verdad, el espíritu crítico que proviene de la Ilustración, no puede ser contrario a las verdades religiosas. Es más, la libertad favorece la adquisición de conocimientos y esto -defendió Argüelles- conduce a la verdad, incluso la religiosa. Muñoz Torrero también fue claro en este sentido: «La educación pública es el verdadero preservativo contra la impiedad y la salvaguardia de las costumbres».

Para Oliveros, que continúa en esta línea, la ausencia de libertad es la principal causa de que prolifere el error, incluso en las cuestiones religiosas. Su exclamación resulta expresiva. […]

El esfuerzo de los liberales se orienta a dar la vuelta al argumento principal de los contrarios a la libre expresión: no sólo no contradice la verdad católica, sino que la protege. El argumento es válido si admitimos, como creían aquéllos, que el espíritu crítico y la difusión de los conocimientos, de las luces, es el camino adecuado para la búsqueda de la verdad. La postura contraria no favorece la auténtica religión, sino los intereses personales o corporativos basados en ella, es decir, esa manera peculiar de entender la vigencia de la fe en el Antiguo Régimen en provecho de los estamentos privilegiados. Esto era evidente para Argüelles, quien denunció sin ambages las manipulaciones del hecho religioso en favor de los intereses estamentales del clero. Para él era necesario dejar libre el camino de la crítica al estamento clerical, paso decisivo para un replanteamiento social nuevo31.

La libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) tenía que abarcar, según sus defensores, un amplio espectro social y, en consecuencia, entraba en su campo lo referente a la «disciplina eclesiástica». Ahora bien, la ambigüedad establecida entre todo lo eclesiástico (fuera temporal o no) y la religión impidió prosperase la claridad necesaria en este punto. Ello se puso de manifiesto cuando se entró en el debate del artículo 6 del decreto, cuyos términos son: «Todos los escritos sobre materia de religión quedan sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento». Sólo un diputado, Mexía, presentó objeciones. Partió de que debía abolirse todo tipo de censura, pues de mantenerse en algunos temas no podría considerarse concedida la libertad de imprenta, y apoyó su idea en una constatación que, a la vez que profética, resulta ser un análisis exacto de lo que había ocurrido en España desde que actuó la Inquisición. Aunque se sujeten a censura previa sólo los escritos sobre religión quedarán de hecho todas las publicaciones condicionadas, pues en nuestra sociedad está «religionizado, espiritualizado, consagrado canónicamente todo lo que se escriba». Es más, insistió, los censores religiosos tendrán buen cuidado en advertir que no existe nada, «ni una palabra, ni una respiración, ni un ademán», exento de miras religiosas. Las opiniones de Mexía ocasionaron considerable revuelo entre los diputados, sobre todo porque terminó recordando que ni Esdras, ni San Pablo ni San Agustín estorbaron jamás la libertad de escribir, y sería «una especie de irreligión» empeñarse en ser más religiosos que ellos. Llaneras, «escandalizado», según El Observador, las calificó de poco conformes a la religión y solicitó de las Cortes la inmediata recogida del papel de Mexía para hacer el uso conveniente, lo que motivó la intervención de Argüelles recordando la inviolabilidad de los diputados. No se puede ocultar el espíritu inquisitorial de que en ésta y otras ocasiones hicieron gala los diputados «serviles», aunque en realidad su postura era perfectamente acorde con la de la masa de españoles, que no había aceptado las ideas renovadoras de los ilustrados y seguía convencida, como ha escrito hace poco Jiménez Lozano, que «no había parcela social y humana que no tuviera trasfondo religioso, que no fuera religiosa, que no estuviera sacralizada»32.

Varios de los diputados liberales más combativos fueron conscientes de esta situación. Por ello, en el tema de la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) y en otros adoptaron una vía conciliadora y, a la vez, política. De ahí que no fueran pocas las concesiones, especialmente cuando se trataba de asuntos religiosos. En lo que ahora nos ocupa, Muñoz Torrero -claro exponente de la postura que acabamos de indicar- defendió los términos del artículo 6, «recordando lo que el Concilio de Trento tenía dispuesto acerca de los escritos en materia de religión; que la sujección a las decisiones de la Iglesia era inseparable de la nación española […] y, sobre todo, que en el artículo 1 estaba ya decidido por las cortes que la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) se entendiese en materias no religiosas, y de consiguiente, éstas debían estar sujetas a la previa censura». Independientemente de lo que tengan estas palabras de táctica inteligente para no paralizar la reforma con una guerra inútil, es cierto que para casi todos los liberales los temas religiosos eran negocio de especial atención que trataron con mucho tacto. Por ello no irán en materia religiosa hasta posiciones tan avanzadas como en las políticas, a la vez que en no pocas disposiciones muestran un acusado (persona contra la que se dirige un procedimiento penal; véase más sobre su significado en el diccionario y compárese con el acusador, público o privado) talante conservador. […] [E]l artículo 6 obligaba a sufrir la censura del Obispo a los escritores sobre religión, pero en el artículo 19 se disponía que el ordinario no podía negar su licencia sin antes permitir al autor la defensa de sus ideas. De esta forma se avanzaba, bien es verdad que poco para el deseo de algunos, en el asunto más espinoso. Así lo entendió, años después, el Conde de Toreno, para quien el decreto de libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) constituyó un paso hacia la tolerancia religiosa, tanto porque arrancaba de las manos de la Inquisición el importante cometido de la censura de escritos, como porque, a pesar de todo, la supresión de trabas en lo político podría suponer con el tiempo algo similar en los asuntos religiosos.

Este juicio trasluce en cierto modo la manera de pensar de los liberales de Cádiz. En primer lugar, el convencimiento de que las concesiones episcopalistas siempre eran un logro. Por otra parte, la extraña ambigüedad en que aún se mueven, no acabando de deslindar lo político de lo religioso. Por último, la obsesión de estos hombres por acabar con el poder del Santo Oficio, dando por buena cualquier medida que lo recortara33. De todas formas, los liberales fueron conscientes del sacrificio que realizaban, «en obsequio del clero exclusivamente», como escribió Argüelles34, pero acabaron por no presentar batalla en este punto, como tampoco la presentarán cuando se trate del artículo 12 de la Constitución35, en aras de la conciliación y la tranquilidad del Congreso. No obstante, a pesar de este ambiente marcadamente hostil, no puede decirse que los diputados liberales estuvieran muy disconformes con esta medida. La religión era para ellos asunto intangible. Aún no se habían radicalizado en este punto, y ello es evidente si se examina con detenimiento su obra en esta materia, aunque no cabe duda de que se deseaba iniciar el camino hacia la tolerancia y, en efecto, el decreto de libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) fue una medida aperturista.

Los más combativos representantes del pensamiento tradicional arremetieron contra el decreto y, sobre todo, contra su aplicación por las Cortes, señalando precisamente estos extremos. El conocido fraile Vélez escribió: «El Congreso no aprobó en derecho el que se escribiese contra la religión, pero en el hecho lo llegó a permitir, y aun a defender.» […]

El 22 de febrero, en coincidencia con la abolición del Santo Oficio, se dio un decreto prohibitivo de la introducción de libros o escritos contrarios a la religión. Fue ésta una medida teñida de cierto oportunismo, para dar a entender al pueblo y fundamentalmente a los cuerpos eclesiásticos el celo de las Cortes por el mantenimiento de la pureza de la fe católica, previniendo los ataques que habían de avecinárseles tras el conocimiento de la supresión del aparato inquisitorial. […] [Sobre el decreto de 10 de noviembre de 1810] En las publicaciones de carácter no religioso sólo se exige conste el nombre del impresor (art. 8), pero no el del autor, aunque es obligación del primero saber de dónde proceden los manuscritos que publique. […] Las publicaciones sobre materias de religión tienen un tratamiento diferente, en virtud de lo dispuesto en el artículo 6, que las sujeta a la censura previa de los ordinarios eclesiásticos. Ahora bien, los obispos no pueden negar la licencia de impresión sin examinar previamente el escrito y oír al interesado (art. 19).

[Sobre las adiciones de 1813] La pertenencia a las Juntas quedaba considerada como un servicio honorífico, sin percibir sueldo alguno, y se vedaba a los prelados eclesiásticos, magistrados, jueces y a quienes estaban inhabilitados para ser diputados a Cortes, es decir, los miembros de las órdenes religiosas. […] En junio de 1813 ya no existe legalmente la Inquisición y por consiguiente las disposiciones sobre la imprenta prescinden de manera absoluta de ese tribunal, al que había correspondido en los tiempos anteriores las principales funciones en la censura de impresos. Ahora bien, las Cortes habían creado, en el mismo decreto de 22 de febrero que abolió al Santo Oficio, unos «Tribunales Protectores de la Fe» a los que precisamente se le asignan amplias funciones para velar por la pureza de la religión. Estos tribunales, constituidos por el ordinario y los jueces eclesiásticos de cada diócesis, sustituyen a las Juntas en todas las publicaciones sobre materias religiosas, sin duda el conjunto más numeroso salido de nuestras imprentas en este tiempo.

La creación de los Tribunales Protectores de la Fe no supuso menoscabo en la función censora previa asignada a los obispos por el decreto de 1810 para los escritos religiosos, pero sí añadió una nueva facultad a los jueces eclesiásticos, consistente en elaborar una lista de los impresos contrarios a la religión que fueran prohibidos. Aunque en este cometido se intentan matizar las facultades de los jueces eclesiásticos, exigiendo el dictamen del Consejo de Estado para que tal lista adquiera rango de ley, queda patente su similitud con el Índice de libros prohibidos elaborado anteriormente por la Inquisición. De esta manera se sustrajo a las competencias de las Juntas de censura y de la justicia ordinaria un importantísimo sector de las publicaciones. Las constantes excepciones relativas a los asuntos religiosos cercenan en gran medida la legislación sobre la imprenta, que en sus aspectos generales presenta, sin embargo, una faz moderna, indudablemente avanzada, y por sí constituye un reconocimiento expreso de los principios fundamentales del liberalismo. […] Uno de los motivos de litigio más graves entre el liberalismo y los cuerpos eclesiásticos, especialmente las órdenes religiosas, se suscitó a propósito del fuero particular. Para el liberalismo… carecía de sentido el mantenimiento de fueros especiales. El eclesiástico, además, revestía singulares características por afectar a un colectivo muy numeroso y formar parte de un sistema de poder indudablemente fuerte, como era la Iglesia del Antiguo Régimen. Dejar a los clérigos en el uso de su fuero particular para todos los casos implicaba sustraer a las facultades del Estado una porción esencial de su competencia. De ahí que en todas las ocasiones posibles las Cortes trataran de igualarlos con el resto de los ciudadanos.

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