Legislación sobre Libertad de Prensa

Legislación sobre Libertad de Prensa en España en España

Aquí se ofrecen, respecto al derecho español, referencias cruzadas, comentarios y análisis sobre Legislación sobre Libertad de Prensa. [aioseo_breadcrumbs][rtbs name=»derecho-home»] La libertad de prensa (véase en España; y, en el ámbito internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de imprenta, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) es como históricamente se conoce la libertad de información (véase; y también libertad de comunicación, libertad de expresión, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York, 31 de marzo de 1953). En el Estatuto o Constitución de Bayona y en las Cortes de Cádiz se conocía como libertad de imprenta.

El decreto de 10 de noviembre de 1810

Escribe Emilio La Parra López en su libro «La libertad de prensa (véase en España; y, en el ámbito internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de imprenta, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) en las Cortes de Cádiz» lo siguiente:

Este decreto supone un giro espectacular a la legislación española sobre la prensa, pues abandona el tono negativo de las disposiciones anteriores y proclama, con toda claridad, ha apuntado Almuiña Fernández, la libertad de expresión (véase; y también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de comunicación, libertad de información, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953)38. Los términos del artículo primero son inequívocos: «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación…». Sobre esta base se asienta el resto del articulado orientado a reglamentar (los diputados casi siempre aludirán a este decreto como el «reglamento sobre libertad de imprenta») el ejercicio del derecho reconocido. Esto se realiza mediante la abolición de los anteriores sistemas de censura previa (art. 2) y el establecimiento de sendos procedimientos de actuación, uno para los escritos en general, otro para los dedicados a temas religiosos.

Dejando sentado, desde el artículo 3, el principio de la responsabilidad individual de escritores e impresores, en perfecta coherencia con la ideología general del liberalismo, se arbitra un procedimiento para el ejercicio de la libertad de expresión (véase; y también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de comunicación, libertad de información, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) que resultó, en palabras de Almuiña, «enormemente optimista, liberal y confiado».

En las publicaciones de carácter no religioso sólo se exige conste el nombre del impresor (art. 8), pero no el del autor, aunque es obligación del primero saber de dónde proceden los manuscritos que publique. No existe ningún tipo de censura previa, pero se fija la existencia de una Junta de censura en cada provincia y otra Suprema a nivel nacional para atender las denuncias practicadas contra las publicaciones. Las Juntas, sobre las que volveremos con detenimiento más adelante, no tienen iniciativa para denunciar escritos, sino que reciben los que les envían el poder ejecutivo o el judicial. Cuando un impreso denunciado es censurado una vez por la Junta provincial correspondiente tiene derecho su autor a solicitar el texto de la censura y, en caso de desacuerdo con ella, exigir una nueva calificación. Si tampoco esta segunda censura es convincente puede recurrirse a la Junta Suprema, que está obligada asimismo a practicar, según el decreto de 1810, dos censuras (en 1813 se rebajó a una sola).

Las publicaciones sobre materias de religión tienen un tratamiento diferente, en virtud de lo dispuesto en el artículo 6, que las sujeta a la censura previa de los ordinarios eclesiásticos. Ahora bien, los obispos no pueden negar la licencia de impresión sin examinar previamente el escrito y oír al interesado (art. 19). En caso de que este último recibiera, a pesar de todo, la negativa para publicar, puede recurrir a la Junta Suprema, si bien ésta sólo puede en última instancia aconsejar al ordinario, si lo estimara así, mas no obligarle a conceder la licencia.

Teniendo en cuenta que este decreto se promulgó en 1810, cuando aún existía legalmente la Inquisición, aunque de hecho era inoperante, no cabe duda de que se trata de una medida revolucionaria. Almuiña la ha calificado como «la punta de flecha más en vanguardia de la legislación europea en materia de prensa en este momento». Con todo, las Cortes atribuyeron a la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) un carácter eminentemente funcional, hasta el punto de provocar la duda de algunos estudiosos actuales sobre si este decreto reconocía en realidad un derecho o sólo una facultad. Martínez Sospedra ha hecho este planteamiento, basándose en el preámbulo del decreto. Las Cortes consideran la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) como «facultad individual de los ciudadanos», dice el preámbulo, encaminada a poner freno a la arbitrariedad de los gobernantes, a ilustrar a la nación en general y a permitir el conocimiento de la opinión pública39. En el decreto de 1810 no se profundiza más. Sin embargo, varios diputados liberales estaban convencidos de que la libertad de expresión (véase; y también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de comunicación, libertad de información, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) era un derecho de los ciudadanos y lo pusieron de manifiesto en el debate sobre este asunto. Las propias Cortes, más tarde, garantizaron la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) dándole rango constitucional: su protección era una de las facultades de las Cortes (art. 131 de la Constitución de 1812) y se reconocía, en el capítulo dedicado a la instrucción pública, esta libertad en idénticos términos a como quedó redactado en el artículo 1 del decreto de libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) (art. 371 de la Constitución).

La libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) fue acogida en 1810 con lógico alborozo en los sectores liberales, pero los medios conservadores se mostraron muy desconfiados. Inmediatamente aludirán estos últimos a la ligereza del decreto en cuanto a las sanciones previstas contra sus infractores y en verdad no les faltó razón, pues se especifica muy poco en este sentido. Sólo en el artículo 4 se trata del castigo con 50 ducados de multa a «los libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía, inocentes y no perjudicales» e imponer otras penas, que no se llega especificar, a las publicaciones licenciosas, contrarias a la decencia pública y buenas costumbres. En otros artículos (del 9 al 12) se vuelve sobre las sanciones a editores y autores, pero tampoco se concreta nada.

Este excesivo optimismo del decreto no es probable proceda de la inconsciencia de los diputados, sino más bien de su confianza en la buena disposición de la sociedad española a aceptar la obra de las Cortes. También pudo influir, como ha comentado Eguizábal, el rechazo de los métodos habituales en la época anterior, tan explícitos en clarificar delitos y penas y tan parcos en reconocer derechos40. En cualquier caso, esta inconcreción del decreto exigirá más tarde, cuando esté vigente la ley de imprenta, la intervención de las Cortes en asuntos que, de otra manera, podrían haber sido resueltos en instancias inferiores.

La vaguedad en el sistema de sanciones apuntada41 y la concesión de la facultad de imponerlas sólo a los jueces y tribunales ordinarios (art. 5) suscitaron, al poco de proclamarse el decreto, serias dudas sobre el procedimiento a seguir en casos concretos. No se supo bien si había que recurrir en primera instancia al juez ordinario, o al poder ejecutivo, o a la Junta provincial de censura cuando se trataba de denunciar alguna publicación; se produjeron disparidades en las censuras de varias juntas ante infracciones similares, etc. Otro problema inmediato consistió en saber a quién correspondía la calificación de un escrito cuando atacaba directamente a una Junta de censura, pues no procedería la intervención de ésta por tratarse de juez y parte a la vez. Veremos en otros capítulos cómo estas dificultades se fueron presentando, bien por las características mismas del articulado del decreto de 10 de noviembre, bien porque se logró forzarlo hasta mostrar sus indudables defectos. En todo caso la práctica de la legislación de libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) se movió mientras estuvo en vigencia en medio de estos escollos, y aunque las Cortes se percataron pronto de ello y trataron de remediar ciertos puntos mediante las disposiciones de 1813, ya resultó tarde porque los ánimos para esa fecha estaban lo suficientemente exaltados y las posiciones tan decantadas en bandos como para que no surtiera efecto una solución razonable.

Las adiciones de 1813

Escribe también Emilio La Parra López en su libro «La libertad de prensa (véase en España; y, en el ámbito internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de imprenta, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953) en las Cortes de Cádiz» lo siguiente:

Las dos adiciones al decreto de libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) promulgadas en 1813 no llegaron a clarificar la situación gran cosa porque no existió voluntad para ello. Sin embargo, llenaron los vacíos del decreto de 1810, en especial por cuanto se refiere al procedimiento a seguir en las denuncias y en las condenas o absoluciones de los escritos. Al mismo tiempo establecían un sistema para enjuiciar las publicaciones enormemente respetuoso con sus autores e independiente, con claridad, del poder político, dando lugar a un efectivo reconocimiento legal del ejercicio de la libertad de expresión (véase; y también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de comunicación, libertad de información, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953). Puede afirmarse, en consecuencia, que estas medidas cierran la legislación sobre la imprenta de las Cortes de Cádiz guardando total coherencia con los principios generales de la ideología liberal y perfilando un procedimiento capaz de garantizar la libertad de escribir. La extrema concreción de estas disposiciones no permite, desde una consideración teórica al menos, duda alguna al respecto. Otra cosa fue, como tantas veces sucedió con las Cortes de Cádiz, lo que ocurrió en la práctica.

El primero de los decretos de junio de 1813 fijaba con apreciable claridad el sistema de censura de las publicaciones; el otro establecía un detallado reglamento para las Juntas, tanto provinciales como Suprema. Ambas medidas garantizaban la independencia de las Juntas y dejaban en manos de la justicia ordinaria la imposición de sanciones cuando hubiere lugar, cumpliendo de esta manera el principio constitucional de la división de poderes. Al mismo tiempo, determinaba un procedimiento muy claro para perseguir las infracciones a la ley.

Confirmando el decreto de 1810 quedaban integradas las Juntas provinciales por cinco miembros (de ellos, dos debían ser eclesiásticos) y la Suprema por nueve (tres eclesiásticos), además del personal administrativo y auxiliar necesario (secretario, escribiente y portero). La pertenencia a las Juntas quedaba considerada como un servicio honorífico, sin percibir sueldo alguno, y se vedaba a los prelados eclesiásticos, magistrados, jueces y a quienes estaban inhabilitados para ser diputados a Cortes, es decir, los miembros de las órdenes religiosas. Se muestra en estas exclusiones un empeño especial por conferir a las Juntas un acendrado carácter independiente. Las Juntas sólo son responsables ante las Cortes en el caso que en el ejercicio de sus funciones contravengan la Constitución o las propias leyes de imprenta, pero en lo demás ninguna autoridad puede mezclarse en su cometido. Se remacha su autonomía estableciendo el carácter inamovible de sus miembros, renovables por turnos cada dos años, y se acentúa su independencia respecto del ejecutivo porque corresponde a las Cortes, y no al Gobierno, el nombramiento de sus integrantes.

Para no dejar lugar a la arbitrariedad e impedir el retraso innecesario en el cumplimiento de sus funciones se llega a fijar, incluso, la periodicidad de las reuniones de las Juntas (una vez por semana de forma ordinaria) y se determina el sistema de votación para tomar acuerdos. Asimismo, en aras de la máxima garantía para el escrito objeto de censura, se exige a las Juntas un acta de sus decisiones, pudiendo formular sus integrantes los votos particulares que sean del caso. Con esto clarificaron las Cortes un extremo nada claro en el decreto de 1810 y que había dado lugar a reclamaciones y aun a debates de importancia, como sucedió con la causa contra España vindicada… de Colón, que examinaremos más adelante. El ánimo reglamentista de las Cortes llegaba, por último, a fijar el sistema para subvenir a los gastos tenidos por las Juntas en el cumplimiento de sus funciones. La Suprema percibiría una subvención anual de la Tesorería General, mientras que las provinciales serían financiadas por las Diputaciones respectivas.

El procedimiento a seguir en las causas contra las publicaciones susceptibles de infracción de la ley quedaba garantizado por el carácter de las Juntas, tan minuciosamente determinado, y por el cauce explicitado en estas disposiciones de 1813. Era el siguiente: la denuncia de los escritos corría a cargo de un fiscal, que debía ser un letrado nombrado por cada Ayuntamiento donde residiera una Junta, esto es, la capital de cada provincia. El fiscal pasa la denuncia al juez ordinario y éste solicita la censura correspondiente a la Junta provincial. La calificación de la Junta es devuelta al juez y al interesado, acompañada de una copia del acta de votación. El autor o editor del escrito denunciado tiene oportunidad, en este punto de la causa, de presentar las observaciones oportunas a esta primera censura si no estuviere de acuerdo y remitirla de nuevo por el conducto señalado a la Junta para la censura segunda. Si con ello no quedara satisfecho el encausado le resta el recurso a la Suprema, también por el conducto de la justicia ordinaria. La calificación una sola vez de la Suprema será definitiva e inapelable. No obstante, aún cabe al autor la posibilidad de publicar su defensa si recibiere calificación negativa, mas si ésta fuera positiva nadie podrá denunciar de nuevo al mismo escrito. Con esto se concede indudable importancia a la Junta Suprema, convertida en el máximo tribunal en los asuntos relacionados con la libertad de imprenta, y se acaba con la costumbre, tan arraigada en el Antiguo Régimen, de recurrir a diversos organismos cuando se pretende la prohibición de una obra.

Es patente el propósito de las Cortes de centralizar en las Juntas de censura todos los asuntos relacionados con la calificación de escritos y en asignar a la justicia ordinaria, y sólo a ella, la función de establecer las sanciones correspondientes, que una vez más tampoco se especifican en esta ocasión. Mas existe un aspecto que escapa a este intento y que, como otras decisiones de las Cortes de Cádiz, muestra a la vez las dificultades para la implantación del modelo político liberal en España y la importancia de la religión. Se trata, como es evidente, de las consecuencias derivadas en este caso de la excepción contemplada en el decreto de 1810 para los asuntos religiosos.

En junio de 1813 ya no existe legalmente la Inquisición y por consiguiente las disposiciones sobre la imprenta prescinden de manera absoluta de ese tribunal, al que había correspondido en los tiempos anteriores las principales funciones en la censura de impresos. Ahora bien, las Cortes habían creado, en el mismo decreto de 22 de febrero que abolió al Santo Oficio, unos «Tribunales Protectores de la Fe» a los que precisamente se le asignan amplias funciones para velar por la pureza de la religión. Estos tribunales, constituidos por el ordinario y los jueces eclesiásticos de cada diócesis, sustituyen a las Juntas en todas las publicaciones sobre materias religiosas, sin duda el conjunto más numeroso salido de nuestras imprentas en este tiempo.

La creación de los Tribunales Protectores de la Fe no supuso menoscabo en la función censora previa asignada a los obispos por el decreto de 1810 para los escritos religiosos, pero sí añadió una nueva facultad a los jueces eclesiásticos, consistente en elaborar una lista de los impresos contrarios a la religión que fueran prohibidos. Aunque en este cometido se intentan matizar las facultades de los jueces eclesiásticos, exigiendo el dictamen del Consejo de Estado para que tal lista adquiera rango de ley, queda patente su similitud con el Índice de libros prohibidos elaborado anteriormente por la Inquisición. De esta manera se sustrajo a las competencias de las Juntas de censura y de la justicia ordinaria un importantísimo sector de las publicaciones.

Las constantes excepciones relativas a los asuntos religiosos cercenan en gran medida la legislación sobre la imprenta, que en sus aspectos generales presenta, sin embargo, una faz moderna, indudablemente avanzada, y por sí constituye un reconocimiento expreso de los principios fundamentales del liberalismo. El esfuerzo de las Cortes en este sentido fue considerable y si los liberales no llegaron a más fue porque temieron, en esa constante labor transaccional que son las Cortes de Cádiz entre renovación y conservadurismo, por la propia posibilidad de dotar al país de la libertad de expresión (véase; y también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de comunicación, libertad de información, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953). Es significativo en este sentido el logro de sujetar a los eclesiásticos en cuanto individuos a la legislación general de imprenta.

Uno de los motivos de litigio más graves entre el liberalismo y los cuerpos eclesiásticos, especialmente las órdenes religiosas, se suscitó a propósito del fuero particular. Para el liberalismo, que extiende la condición de ciudadanos a todos los españoles y concede igualdad de derechos a los ciudadanos, carecía de sentido el mantenimiento de fueros especiales. El eclesiástico, además, revestía singulares características por afectar a un colectivo muy numeroso y formar parte de un sistema de poder indudablemente fuerte, como era la Iglesia del Antiguo Régimen. Dejar a los clérigos en el uso de su fuero particular para todos los casos implicaba sustraer a las facultades del Estado una porción esencial de su competencia. De ahí que en todas las ocasiones posibles las Cortes trataran de igualarlos con el resto de los ciudadanos. Así procedieron en materia de imprenta. En 1810 no habían consignado nada en concreto en este punto, pero ahora en 1813 determinaban la total sujeción de los clérigos seculares a la ley, igual que los regulares, e incluso se especificaba que lo mismo debía entenderse para los prelados cuando actuaran como escritores particulares.

En el segundo semestre de 1812 las Cortes habían tenido una experiencia en este sentido que, sin duda, influyó en estas determinaciones. El padre Espejo, un cartujo del convento de Sevilla residente en Cádiz, publicó una Carta de nuestro muy amado Rey el Sr. D. Fernando VII a la serenísima señora Infanta doña Carlota que fue calificada por la Junta de censura de Cádiz como «atrozmente injuriosa» a las Cortes y al Rey y costó la cárcel al padre cartujo. Al intentar el juez competente tomarle declaraciones, el acusado (persona contra la que se dirige un procedimiento penal; véase más sobre su significado en el diccionario y compárese con el acusador, público o privado) se negó alegando su condición clerical y, en consecuencia, su derecho a ser juzgado por un tribunal eclesiástico. Al cabo de un tiempo (aproximadamente mes y medio) sin lograr avance alguno en la causa, el padre Espejo se dirigió a las Cortes alegando haber sido objeto de arbitrariedades y solicitando un pronto remedio. En ellas defendieron bien al encausado y la pervivencia del fuero eclesiástico dos diputados laicos del bando absolutista, el militar valenciano Esteller y Morales Gallego, aunque finalmente se impuso un dictamen de la comisión de justicia ordenando la prosecución del caso por los tribunales ordinarios. Ésta fue una victoria en la práctica en favor de la igualdad jurídica de todos los españoles, recogida más tarde, como acabamos de ver, en las adiciones al decreto de libertad de imprenta.

Casos similares a éste tienen un reflejo específico en las disposiciones de 1813. Como las mismas Cortes declararon al promulgarlas, se dictaban «teniendo en consideración los varios recursos y consultas hechas», siendo propósito del Congreso evitar problemas como los vividos en los anteriores años de existencia de la imprenta libre. Varios de ellos habían derivado de algunas publicaciones de ciertos prelados y de sermones o escritos de las autoridades eclesiásticas. Por eso se especificaba ahora que estaban sujetos a la ley de imprenta incluso las pastorales y demás escritos emanados de la jerarquía eclesiástica en cumplimiento de su ministerio43. Esta medida refleja una postura defensiva ante la posibilidad de reproducción de ataques al sistema constitucional por parte de las autoridades eclesiásticas y, al mismo tiempo, recoge un principio característico de las Cortes de Cádiz en sus relaciones con la Iglesia. Se mostraron siempre celosamente continuadoras de la corriente regalista ilustrada española, una de cuyas manifestaciones más claras en la práctica política había sido el control de las publicaciones de la Iglesia. La legislación de 1813 sobre imprenta tiene una importancia singular, en definitiva, tanto porque cubre ciertas deficiencias del decreto básico de 1810 como porque amplia el derecho a la libre expresión e iguala a los ciudadanos en su ejercicio. Resulta difícil de mantener, en consecuencia, juicios como el siguiente: «Ninguna disposición posterior (a la de 1810), mientras tuvo vigencia la Constitución, vino a desarrollar este decreto, que quedó regulado sobre la base de ese decreto anterior a la declaración constitucional»44. No cabe duda que las Cortes se esforzaron por establecer el procedimiento más sencillo y eficaz posible en favor de la garantía de la libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) aparte, como vimos arriba, de recoger en la Constitución este derecho sin modificación alguna.

Ha sido una constante en nuestra historia política, como es bien sabido, el contraste entre las disposiciones legislativas y la vida real del país. La libertad de imprenta en España (véase; y, con un enfoque internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953, libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, y libertad de cátedra) en modo alguno podía ser excepción, en especial porque a ninguno de los contemporáneos se les escapó el significado que su pronta declaración entrañaba. La libertad de prensa (véase en España; y, en el ámbito internacional, también libertad de creación de medios de comunicación, libertad de imprenta, libertad de expresión, libertad de comunicación, libertad de información, libertades civiles, libertad de cátedra y la Convención sobre el Derecho Internacional de Rectificación, adoptada en Nueva York el 31 de marzo de 1953), veíamos anteriormente, fue considerada por los liberales como una inmediata consecuencia del principio de la soberanía nacional. A este valor intrínseco se le añadió una serie de virtualidades que conducirían, por fuerza, a convertir este derecho en una posibilidad política de primer orden: era el paso inicial para emprender la obra transformadora proyectada por las Cortes. No cabe duda, por tanto, que debían producirse muchas contestaciones. Y, en efecto, éstas fueron más numerosas en el terreno de los hechos que en la sala del parlamento. Aquí se dijo poco en su contra si comparamos con lo mucho dicho a su favor; allí se hizo todo lo posible por obstaculizarla, a veces mediante el abuso de la propia libertad de escribir. También esto último es una característica de la vida política española.

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